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Aros de tiempo cortados en dos

POR Tania Ganitsky • 21 abril 2025

6 MINUTOS

Dice: escribe sobre los incendios forestales del primer mundo. No sobre los incendios, sobre las imágenes de los incendios forestales del primer mundo. Por tu poética del fuego podrás tocar, leer.

Hokusai, traducido no por idioma o trazo, sino por era y catástrofe ambiental.

Lo primero que necesito es encontrar la palabra fuego en las imágenes de los incendios forestales del primer mundo. No está en las llamas que se ven arder, devorar, destruir. Eso es i-n-c-e-n-d-i-o

En inglés el fuego es uno solo: fire, y para destacar su violencia huracanada los medios unen su nombre con aquello que destruye y lo propaga: WildfiresBushfires (incendios de/en lo salvaje; de/en los arbustos).  

La palabra fuego, en español, no es roja ni naranja ni es una palabra encendida. Eso es incendio

F-u-e-g-o designa  los bosques quemados  las urbanizaciones destruidas,  la ceniza, los desechos,  los restos, las especies en peligro de extinción. 

Fuego está atrapado en la foto de una secuoya de California, que en inglés se llama Redwood (madera roja). En el parque natural que estaba quemándose cuando la tomaron, algunos árboles tenían hasta 2000 años. 

Secuoya de California en el incendio Big Basin Redwoods State Park 2020

2000 años de vida para morir de repente, con el corazón en llamas, entre flashes de cámaras, chispas y ceniza. 

¿Qué se quema cuando arde el corazón de un árbol? En la imagen podemos ver el fuego partiéndolo en dos, separando su núcleo de tierra a copa. 

En el museo vikingo en Roskilde, vi el tronco abierto de un árbol milenario; una placa enseñaba a calcular su edad por la cantidad de aros café oscuro que contrastaban con el café más claro del resto de la madera en la superficie expuesta, y por el tamaño del espacio entre los aros. 

Cuando veo esta secuoya arder de adentro  hacia afuera,  imagino cada aro cortado  directamente  a la mitad — líneas  de tiempo  interrumpidas.  

Interrumpido el curso natural de una vida por el curso natural de la temperatura alta, seca, y del viento furioso. 

Pero no hay nada como el curso natural de nada.  La temperatura alta y seca no es natural,  el viento furioso no es natural. 

Los incendios salvajes y de arbustos no son naturales. 

Lo natural es el fuego: la ruina,  el desecho, el cadáver,  la descomposición,  la extinción y los sobrevivientes.

Canguro sobreviviente, incendios Australia 2019-2020

Por eso encuentro la palabra fuego en la imagen de un canguro entre escombros. Está parado sobre cenizas y restos chamuscados de animales, insectos y plantas, bajo el esqueleto de un árbol. La cola es casi tan larga como el cuerpo. Su soledad será más larga que la cola y el cuerpo juntos. 

Pienso en la soledad  de los animales que sobreviven, en su muerte lenta,  valiente y temerosa. 

Ausencia de alimento y de manada. 

Nubes grises, tierra gris,  agua gris. 

Contaminación, enfermedades,  deterioro, descomposición. 

Un artículo de enero 2020 declaraba que el estimado de animales muertos en los incendios forestales de Australia desde 2019 era de más de 1000 millones.

En ese estimado de animales muertos solo contaron mamíferos. Alguien escribió, alguien alcanzó a imaginar, que murieron más de 1000 millones de mamíferos en un año. 

Sin contar las aves,  los invertebrados,  los anfibios  los reptiles desaparecidos.           

En una película de Nicolas Roeg llamada Walkabout (1971), dos hermanos se pierden en las vastas áreas deshabitadas y áridas que conforman el interior de Australia. Durante gran parte de la peli solo aparecen ellos dos entre otras especies de animales extrañísimos; sobreviven con la ayuda de un aborigen con el que se encuentran y caminan hasta que se suicida. 

Cuando vi la fauna de la película, reptiles alucinantes de diferentes formas, colores y tamaños, imaginé que los dinosaurios no se habían extinguido, solo que se habían encogido por un proceso evolutivo anómalo y seguían vivos y reproduciéndose en esa zona. 

Artículos de mediados de 2020 anunciaban que el estimado de animales muertos en los incendios forestales de Australia desde 2019 era de aproximadamente tres billones: 

143millonesdemamíferos2.46billonesdereptiles180millonesdepájaros51millonesderanas

Sin contar  los dinosaurios  los primeros  en tocar  el fuego,  los primeros en arder     en el centro del corazón  de la secuoya.

Tania Ganitsky
Crónica

Andares

POR Doris Suárez Guzmán • 21 abril 2025

11 MINUTOS

Fui guerrillera de base, es decir, no fui mando en las Farc-Ep. He olvidado, quizás por un mecanismo de defensa, los nombres de las veredas, de las personas que conocí y con las que anduve. Ahí está, sin embargo, en mi cabeza, el lodazal que me recibió hace más de tres décadas y que le mostró, a mis pies semiurbanos, de inmediato, desde el primer día, quién era quién. Me veo en la ancha oscuridad, marchando con mis camaradas, en fila, silenciosos, envueltos en sombras y aromas, guiados por el débil resplandor del culo oscilante de las luciérnagas y por una vanguardia intuitiva que aún en la más cerrada oscuridad olfateaba el peligro y conversaba frentera con la naturaleza.

Cuando fui a las escuelas de formación en los frentes ví hombres y mujeres sonrientes, alegres, a pesar de que la parca rondaba esos lugares como parte de la casa y sin aspavientos. Quizás era que tener conciencia de la finitud nos hacía menos serios con la vida. La guerrillerada se divertía, soñaba con un mundo mejor, cantaba y contaba hazañas, rebautizaba los espacios, las personas y las cosas. Esta codificación del mundo se ideó inicialmente para despistar las interceptaciones e inteligencias enemigas, pero después quedó también el gustito por sentir las cosas y las personas como algo familiar y cercano, nuestro, nombrado por nosotros. Así los veía a ellos: risueños, festivos, y yo soñaba con ser parte de ese mundo. Los mitos, como bien sabemos, son modelos que nos marcan, nos orientan y dan sentido a nuestra existencia.  

Quizás era que tener conciencia de la finitud nos hacía menos serios con la vida

Cuando me enfrenté a mi primera marcha larga terminé gastada, exhausta, desmoronada físicamente y con congoja por mi falta de destreza en el terreno. Miro hacia atrás y me veo lidiando con un par de botas que se me escapaban de los pies mientras daba zancadas de funámbula, sobrepasada por el peso del equipo y del fusil en bandolera, de tal manera que cada paso que daba era una pelea contra la montaña y una pelea contra mí misma, contra mi frustración enorme por retrasar la marcha de esa tropa que podía andar esos caminos tranquilamente, incluso a pata limpia, por trochas donde a veces ni siquiera podían pasar las mulas. Yo, en cambio, con la paciencia que da la convicción, intentaba asegurar lentamente mis zancadas entre el barro que se había formado después de varios días de lluvia chiquita. Así o más o menos hasta que no aguanté más y zas… la bota quedó estancada, el pie hundido en el lodazal; y me tocó volver a meterlo con la media pegajosa de barro y la rabia desgranándoseme en lágrimas. Continué la marcha, obviamente puteando pasito y pensando: “aquí terminaron mis aspiraciones de enguerrillarme”. Entonces. con mucha vergüenza, lo manifesté:   

––Camarada, creo que esto no es para mí. Sencillamente el terreno me quedó grande.

Ya desde entonces me gustaba el lema: “si no vas a ayudar, por lo menos no estorbes”. Así me sentía yo, como un estorbo rotundo de medias emparamadas.  

El camarada, a quien le decíamos a sottovoce “el pitufito” (no sé por qué uso la expresión a sottovoce, será porque me gustan las expresiones que a veces leo y aprendo), era un hombre pequeño y menudo con cara de misionero. Esa vez, cuando acabamos aquella primera marcha larga y reveladroa, me dio lo que en Farc conocíamos coloquialmente como “una charla”, es decir, una reflexión que hace algún mando sobre un tema específico, algo así como una reconvención fraterna. El pitufito empezó a reflexionar con paciencia sobre la sacrificada historia de la lucha de los pueblos en el mundo, luego pasó a la de los marquetalianos y sin ningún reproche aterrizó suavemente en el campamento,   poniéndome como ejemplo a otros camaradas que, al igual que yo, al ingresar a la guerrilla marchaban dando tumbos, cayéndose como borrachos unos cuantos metros antes de llegar al lugar de destino.

––Y ahora véalos ––me dijo mientras señalaba a algunos  con satisfacción ––, son excelentes guerrilleros. 

Así, mientras enumeraba y comparaba, con enorme naturalidad, como sin pretender convencerme, me hizo imaginar que algún día yo podía ser como ellos. Paciencia, trabajo y moral, fue su consejo final. 

Y me esforzaba, pero a veces tenían que empujarme el equipo para terminar de subir las largas y resbalosas cuestas de las montañas. Yo había agarrado la manía de ir preguntando en las marchas si ya íbamos a llegar. Ellos siempre me susurraban “ya casi”, y ese “ya casi” podían ser horas enteras trepando. Los guerrilleros campesinos me veían frágil, o quizás floja, pero nadie se burlaba. O al menos no de frente, y eso me consolaba. En esos momentos lo único que añoraba era un ligero reposo, lograr llegar al campamento que sabía acurrucado a enormes árboles, rodeado de agua clara, en donde iba y venía la vida ondulante; encontrar una risa, una limonada, una certeza.

En la adolescencia, las montañas colombianas tenían para mí un significado mítico. Eran un lugar de secretos, de pequeños héroes olvidados y también de caminantes anónimos que no dejaron mayor huella. Un lugar de caballeros andantes que deambulaban en un mundo jerárquico con valores cimentados en lo colectivo, que luchaban contra gigantes en medio de una naturaleza deslumbrante y cromática circundada por la miseria y la pobresia derramada en el verde infinito.  

Viví varios años en pos del mito, coqueteándole, siguiéndole los pasos, doliéndome de sus pérdidas y celebrando sus avances, y cuando finalmente lo alcancé empecé a comprenderlo de otra manera. Ahora que desando ese mundo palpitante al que me acerqué fascinada, ahora que ya no estoy en la mullida caleta hecha con troncos y helechos, sin más compañía que un fusil, trato de agarrar algunos fragmentos errantes. Veo que las montañas dejaron de ser un lugar secreto, idílico, de bosques sublimes, alboradas inolvidables y lluvias románticas que rodaban silenciosas. Ese verde que, como un golpe, me cayó encima en la primera marcha, tiene significados que emite constantemente, pero no son legibles para cualquiera, se necesita algo más que ‘canicas en los ojos’ para traducirlos. Vivir en la guerrilla y en la mata fue conocer personas de extracción campesina con un sentido asombroso para leer la naturaleza: para ellos todo era diferente o se asemejaba a algo: paisajes, trochas, ríos, arboles, el musgo sobre las cortezas, hasta el caminar de las nubes les decía algo, y ese algo que les decía era definitivo para nuestra supervivencia. Algo aprendí de andar con esos lectores, quizás lo más importante que he aprendido en mi vida, y sin embargo, lo que en mí era técnica o se convirtió en técnica con dolor y dificultad, en ellos era simplemente arte. 

Vivir en la guerrilla y en la mata fue conocer personas de extracción campesina con un sentido asombroso para leer la naturaleza

La mayor parte de los días en la guerrilla se iban en realizar pequeñas tareas, empalizar caminos, cargar leña para la rancha, hacer chontos (letrinas), asear el campamento, bañarse, estudiar, escuchar noticias, coser equipos o remendar la ropa, comer y caminar. Una rutina que, en un primer momento, asocié con la de las ‘amas de casa’. Generalmente, cuando a los niños se les pregunta “¿y tu mamá que hace?”, casi siempre responden “nada, mi mamá no hace nada, está en la casa”, y bien sabemos ya, por fortuna, que las multiples tareas que se hacen en el hogar casi nunca se reconocen. A veces, cuando me preguntan cómo era un día normal en la guerrilla, me dan ganas de responder como el niño, pero esa rutina nuestra era engañosa, con grandes tensiones y ritmos bruscos, y desde luego, como las rutinas de las mujeres que cuidan los hogares, lejos de ser lo que ve la mirada indiferente que no ve nada.

También he estado pensando que en algún lugar dentro de mí se concentran los duelos que no he terminado de elaborar, uno de ellos el del camarada Roger, ‘rollito’, como le decíamos, un colega de marchas sobre el que ya escribí y con el que entendí que la milenaria transmisión oral del conocimiento sigue siendo válida, hermosa, muchas veces más propicia que la misma escritura para llevarle el pálpito a la naturaleza, cuyo lenguaje puede ser bullicioso, vocinglero, escurridizo, también opaco, manifestado en parte a través de esconderse. Antes de conocer a Roger yo era sorda y poco observadora. Quizás no he dejado de serlo, como tampoco he terminado mis duelos, pero después de andar con rollito supe al menos del privilegio de escuchar la naturaleza en un registro iluminado: los aromas de las plantas, el canto de los pájaros, el grosor de los árboles, el tamaño de las piedras; también el terreno grabado en su olfato y hasta en sus manos gruesas que enjalmaban con suavidad a las bestias. 

Antes de conocer a Roger yo era sorda y poco observadora. Quizás no he dejado de serlo, como tampoco he terminado mis duelos

En homenaje a Roger escribí el relato “Un lector de la naturaleza”, publicado en 2021 en un volumen colectivo que hicimos junto a otros firmantes de paz bajo el título de Naturaleza común: relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación. (Lo consiguen fácil en Internet porque es para descarga libre). Cuando estaba en prisión solía decir, a modo de broma, que me llevaran un pato y pañales tena porque estaba casi convencida de que no saldría de la cárcel,  aunque qué va, eso era de dientes pa fuera, porque los humanos somos seres de esperanza y yo me imaginaba que algún día  regresaría a las montañas, aunque no acabó siendo así.

Ahora intento escribir sobre mí y sobre mis primeras dificultades en las primeras marchas y en aquellas primeras escuelas de formación, donde sufrí y estuve a punto de desfallecer antes de conocer personas, olfatos, táctos y lecturas de la naturaleza que iban a salvarme la vida en la trocha e iban a enriquecerme la vida en el mito: Roger fue el mito encarnado y el mito no eran meras  abstracciones. Aquella vida marchando  en  la naturaleza en medio de las rutinas del campamento es la vida que hoy pretendo desandar y que quizás siga  reconstruyendo por escrito más adelante. Por ahora estoy embarcada en un proyecto productivo y colectivo que me enamora y me apasiona, pero sigo comprometida con la vida, con los recuerdos y con ese país incluyente y equitativo con el que soñé y por el que una vez agarré pal monte.

Doris Suárez Guzmán
Entrevista

Semilla criolla: alfabeto de vida. (Entrevista a Rosa Poveda, campesina rebelde)

POR Juan Álvarez • 21 abril 2025

Rosa Poveda habla como un torrente de agua de montaña: imparable, ruidosa, resuelta. Su familia es campesina, boyacense ––de Moniquirá, para más señas––, y ella se reconoce campesina también, pese a haber vivido la mayor parte de su vida en Bogotá. “Soy más del campo que cualquiera de mis hermanos, pero a ellos no les gusta que yo les diga eso”.

         Para concretar esta conversación nos encontramos tres veces. Las tres veces tuvo que correr o interrumpir nuestra charla para conectarse a un taller patrocinado por una universidad, a una clase en su granja o a un reto de siembra junto a un influencer en alguno de los programas públicos en los que trabaja, porque desde hace años distintas instancias gubernamentales la contratan a ella y a su granja ecológica como ejemplo de liderazgo comunitario y saberes populares.  

         A doña Rosa, sin embargo, no le gusta la idea de liderazgo ni la palabra líder. “Los líderes están en un pedestal. Lo que nosotros queremos hacer no puede estar en un pedestal. Me considero más una animadora de la comunidad: trabajo en procura de una mejor calidad de vida de las clases populares a través del rescate de la cultura alimenticia criolla”.

         A los tres años ya sabía ordeñar. A los cuatro recolectaba semillas, iba al mercado a hacer la compra y vendía los canastos que tejía su madre. A los seis la robaron de su casa campesina para venderla como esclava. La señora que iba a comprarla dijo que no le serví a porque estaba muy pequeña, que se la entrenaran como ‘muchacha del servicio’ y que luego veía si finalmente la compraba. “Recuerdo todo lo que me hacían, cómo me golpeaban, sus amenazas: las señoras que me robaron me llevaban a una calle cerca de Paloquemao, era un basurero, me lo mostraban y me decían que ahí me iban a tirar, entre la mierda y los perros”.

         A los ocho años la encontró Alicia García, una hija de los García Ulloa, la familia poderosa de Moniquirá para la que la mamá de Rosa a veces cocinaba. Alicia la había estado buscando porque la había conocido de chiquita, se llevaban muy bien y le había tomado muchas fotos. Al enterarse del robo de la niña, Alicia contactó al F2. Una vez rescatada, Rosa entró a uno de los colegios militares en los que Alicia trabajaba. 

         De niña, Rosa nunca tuvo un peso, pero tuvo educación. Sin embargo, los cartones que acreditan esa educación tampoco fueron para ella, porque siempre ocurrió alguna agresión que no toleró y ante la que hizo explotar el mundo como no pudo hacerlo a los seis años: a los diecinueve, por ejemplo, luego de validar el bachillerato, entró al Sena a estudiar marroquinería, pero cuando iba a graduarse, el coordinador del programa le cobró la tensión que llevaban años teniendo porque el tipo recibía a las alumnas dándoles una palmada en la cola, lo que Rosa nunca permitió que hiciera con ella.

“Le saco los ojos donde me llegue a tocar”, era siempre la advertencia de Rosa.

“¿A usted qué más le da una tocadita, si es la más fea?”.

“Como soy la más fea, déjeme quieta”.

“Chichón de piso”, la insultaba el coordinador con los cartones de aprobación de créditos en la mano.

“Mejor chichón de piso que grandulón abusador”.

“Cállese”.

Rosa no se calló. Ya lo había denunciado con los profesores. Un día que la tocó le dio un bofetón que lo dejó sangrando. No recibió su cartón de marroquinería.

*

Así como nunca consiguió los cartones de todos los saberes que fue construyendo en su vida, así Rosa tampoco necesitó permiso para emprender, hace treinta años ––cuando promediaba sus veintes––, la decisión definitiva que aún hoy sigue orientando su vida: traer el campo a la ciudad; tener una finca en Bogotá.

“De varias casas en Bogotá me echaron porque yo las llenada rapidito de matas y vivía sembrando mis semillas. Una vez me tocó elegir entre el marido y el cultivo, y me quedé con el cultivo y con mis hijos. Siempre fui celosa de mi autonomía, nunca me dejé parar. La marroquinería me llevó a la zapatería, pero mi otro marido de entonces me decía ‘Qué vergüenza, usted toda marimacha, las mujeres son delicadas’. ‘Y por lo general se dejan pegar’, le contestaba yo, que tenía un lema en esos tiempos: el que me pegue no ha nacido, el día que nazca se tiene que morir”. 

         La historia de cómo Rosa consiguió y rescató el lote en la Perseverancia (estaba convertido en un basurero descomunal) en el que hoy vive y desarrolla su vocación agrícola la ha contado mil veces en diferentes documentales y entrevistas: pertenecía a un sujeto que lo había heredado de su esposa, muerta en un accidente; el sujeto no quería saber nada del lote porque le recordaba a su amada muerta; Rosa lo buscó y se lo pidió; el sujeto le dijo que lo agarrara; Rosa le dijo que no solo quería el lote sino los papeles del lote, porque iba a hacer algo importante allí; acabó persuadiéndolo. La primera jornada de limpieza la concretó en 2007 a través de una minga. Lo cuenta en un texto titulado “Rosita narra el proceso de la primera minga”, que se encuentra fácil en su blogspot: http://ecoescuelamutualitos.blogspot.com/ En ese primer mensaje se leía: “limpieza de lote para gran escuela agroecológica”.

“Mi rancho es un laboratorio de barrio. Aquí soy mentora, trabajo el primer sector de los acuerdos de paz: el agro. Desde niña mamá nos enseñó a cuidar la semilla criolla. Ya entendemos ––“se supone”, aclara y se ríe–– que tenemos que repensarnos y hacernos un ser más de la naturaleza, y no dueños de ella, pero no será posible mientras llevemos la alimentación a los escenarios de tecnificación obsesiva a los que la hemos llevado. Mi pasión y mi sentido es el mejoramiento ambiental y la soberanía alimentaria, porque Colombia es una dispensa gigantesca, con regiones y semillas variadas, pero las leyes y las instituciones que deberían velar por el campesinado no lo hacen. La ley 1032 de 2007 es una ley de patentes que atenta contra la semilla criolla, una semilla natural que se reproduce, un alfabeto de vida en el que no tiene sentido que dejemos de vivir”.

La visito una tarde entre semana en su granja laboratorio. Quiero seguir entendiendo sus prácticas y saberes alrededor de la semilla criolla. Me reciben ella y su asistente en una cocina enorme. Empieza contándome de una vez que estaba allí, junto a periodistas italianos con cámaras costosas, y entraron a robarlos. La historia es delirante. Antes de poder terminarla tocan a la puerta. Son compradores de plántulas. Los atiende. La acompaño. Empiezo a conocer el espacio de la granja. Es alucinante, intrincado, difícil de creer. Una vez los despacha nos quedamos volteando por el lote mientras su asistente la conecta al reto de siembra que aceptó hacer junto a un adolescente influencer al que considera una farsa. Está fastidiada. Le hacen una pregunta cualquiera antes de empezar la siembra y aprovecha y se despacha:

“Estamos en el centro de Bogotá ejerciendo la agricultura en la cuarta revolución industrial, desaprender para aprender nuevas formas de cultivo y así construir autonomía alimentaria… Nos están trayendo papa de otros países, sale más barato traer una papa de Bélgica que comprar una de Boyacá… ¿Saben por qué la papa que viene de Bélgica es más barata que la que viene de Boyacá…?

Rosa habla seria, pero también con cierta energía de profeta. No creo que la gente que la escucha en la transmisión sepa que está fastidiada. Sin embargo, se queda callada esperando una respuesta, nadie responde.

”Les voy a contar porque suceden estas cosas: resulta que en Bélgica los campesinos son financiados, les pagan por cultivar, pero también les dan la semilla, el abono, el veneno y todo el paquete tecnológico… En este momento 80% de los alimentos que consumimos en Colombia son importados, así perdemos soberanía alimentaria, porque la gente no se preocupa por sus alimentos más allá de conseguirlos en la tienda…”

” Desde los años cincuenta nos venden un paquete tecnológico, semillas no propias de esta tierra que necesitan de todo ese paquete tecnológico… Con la firma del TLC todo es más grave, porque estas nuevas semillas matan a las nuestras, las anteriores por lo menos no mataban nuestras semillas, estas sí, matan, acaban con las especies propias del país porque no salen de un cultivo sino de un laboratorio… 

“Los invito a entrar a Internet, busquen “ratones con tumores”, vean la investigación que hizo un francés juicioso: alimentó ratas de laboratorio con maíz y soya transgénica… Vean los resultados, si eso sucede con ratones, imagínese lo que hoy sucede con nosotros…

Sigue así, despachada, unos minutos más, hasta que amablemente le indican que solo hay una hora para el reto de siembra y ya van treinta minutos. Rosa asiente, apaga el micrófono y se dirige a la terraza donde su asistente tiene preparada una mesa, seis plantas distintas y una computadora a través de la cual transmitirán “la siembra”.

*

La granja escuela agroecológica de Rosa Poveda son alrededor de 1.800 metros cuadrados donde ha construido ya tres casas de madera y materiales reciclados que llama “viviendas de interés social”. La última de ellas va por el tercer piso. Allí arriba, en una terraza descubierta, subimos para la transmisión del reto de siembra que la tiene fastidiada.

         El espacio se recorre a través de un camino de tablas de madera a cuyos costados encuentras jardines de suculentas, viveros cubiertos donde germinan y crecen cientos de plántulas de distinto tipo, un gallinero con una docena de gallinas y patos, secciones destinadas al procesamiento de abonos y al cultivo de lombrices, huertas al aire libre, plantaciones, bosques estrechos de árboles altos donde divisas panales de abeja porque, no podía ser de otra manera, Rosa también practica la apicultura para controlar la polinización de sus flores. Veo una extraña acomodación tupida de plantas, hecha de tablas de madera y botellas de plástico llenas de tierra negra. Le pregunto qué es. “Una cerca viva de 150 plantas que ya tengo que entregar porque se me está saliendo de las manos” me dice. La granja cuenta también con un nacimiento de agua natural de un metro y sesenta centímetros de profundidad. De allí saca el agua para sus necesidades básicas y el abastecimiento del lugar. El baño es seco, sin agua. Entre los residuos orgánicos que Rosa trabaja para el abono y la siembra, está la humanaza, que resulta de los residuos fecales de ella y de su familia y tarda un año para sacarse. Paso saliva.

         Quizás su mayor orgullo sean sus cuarenta tipos de frijoles. “Ahí los ve, vivos, nutritivos, salidos de semillas criollas, renovándose en un ciclo de vida en el que yo no paro de pensar”. Me muestra también un estanque mediano donde planea cultivar peces. Primero, sin embargo, allí está creciendo “plantas lenteja”. Lo hace a partir del popó de los pollos porque quiere probar si el agua filtra. “Llevo dos meses con esto, ¡y si filtra!”, me dice emocionada.

         “Los talleres de compostaje y abonos naturales son los más solicitados. La gente como que sí anda deseosa de intentarlo en los patios de sus casas. La lombricultura es más complicada. La crianza y manejo de lombrices en cautiverio requiere de mucha atención. A la gente le gusta el taller acá para aprender, pero menos la idea de intentarlo en las tierras de sus casas. La práctica que más me gusta enseñar es la de la huerta vertical, en una puntilla, cerca de una ventana: de la puntilla cuelgas una pita, de la pita amarras tres o cuatro culos de botellas plásticas vacías, en las botellas echas tierra, una semilla y agua y ves crecer la oportunidad de un jardín”.

*

         En 2013, el artista y arquitecto Nicolás París presentó la exposición Petricolor, que se propuso como “un aula para observar la operación de la naturaleza”. La exposición tuvo una programación pedagógica, y las cabezas de esa programación fueron la Granja Escuela Agroecológica Mutualitos y Mutualitas de Rosa Poveda y Rosa misma, que aportó el saber vivo de la identificación de plantas que crecieron espontáneamente en los artefactos preparados para la exposición y sustanció aquel discurso del arte y la cultura  como escenarios de aprendizaje y construcción de una nueva relación con la naturaleza porque se trata, en buena medida, de aquello que ella encarna: la vanguardia terrosa de la semilla criolla como alfabeto vital de una cultura campesina que, desde las ciudades, nos empeñamos en desdeñar. 

Toda semilla es también la encarnación de una espera: una semilla sabe esperar la combinación única de temperatura, humedad y luz porque esa combinación significa su primera y única oportunidad de crecer y desplegar el relato de su alfabeto genético. Cuando vamos al bosque levantamos la cabeza y nos asombramos con la altura de los árboles, pero apenas reparamos en el hecho de que, por cada uno de esos árboles erguidos y espesos, cientos de semillas en la tierra jamás tendrá la oportunidad de salir a la luz. “Mutualitos” y “mutualitas” son palabras inventadas por Rosa Poveda para nombrar el cuidado ecológico mutuo que aspira a que, niños y niñas, se brinden: mundos de temperatura, humedad y luz donde vuelva a ser posible la lectura orgánica de la naturaleza.

Juan Álvarez
Lector invitado

La tonada del viento en los oídos

POR Catalina Navas • 21 abril 2025

8 MINUTOS

Nan Shepherd, la escritora naturalista que retrató las montañas escocesas y al hacerlo nos mostró a sus lectores que no sabíamos mirar con detalle ningún paisaje o formación rocosa, describe en La montaña viva (Errata Naturae, 2019) la experiencia de caminar dentro de una nube. Shepherd asciende ––no para conquistar ninguna victoria, sino para ver mejor–– y en su recorrido atraviesa el espacio húmedo de la nube. “Es como atravesar un lago” dice, y de inmediato cae en la cuenta de que una nube no es un lago, no es el rocío de la mañana, no es una llovizna suave. Una nube es una nube. Para quienes no hemos atravesado jamás una nube, la caminante escritora debe encontrar las palabras para acercarnos a la experiencia y al tiempo convocarnos al deseo que nos provoca no haberla experimentado nunca, ponernos en el lenguaje y revelarnos nuestra imposibilidad de habitarlo plenamente. En esa distancia, entre la réplica de la experiencia a través de las palabras, y la imposibilidad de esa réplica, vive la poesía. 

Si este principio actúa para cualquier representación a través de la palabra, al hablar de la naturaleza se hace aún más evidente, porque contar lo natural es revelar la inutilidad del lenguaje para hablar del espíritu de las cosas que no han sido hechas por los humanos. Es también, sobre todo, confrontar al lector con su ojo no entrenado para ver la naturaleza, ampliar la mirada del que no ha estado en presencia de las cosas naturales ya sea por falta de oportunidad o desatención. 

Estar en la naturaleza, de cuerpo físico o en la representación que otros han hecho de ella, exige atención completa. Henry David Thoreau escribe en Caminar (Libro al viento, 2021) sobre lo alarmante que es caminar una milla dentro de la naturaleza y darse cuenta de que sus pensamientos no están con su cuerpo, sino en una ocupación mundana por fuera de los parajes por donde camina.  “¿Qué pretendo con ir al bosque si estoy pensando en algo que no está ahí?” Caminar verdaderamente para Thoreau es caminar con el cuerpo, el pensamiento y el espíritu. Esta necesidad de atención plena acerca la caminata a una empresa espiritual, a un rito del movimiento corporal. En este sentido, Thoreau elabora sobre la etimología de saunter, palabra que en inglés significa caminar serenamente. Saunterer, el buen caminante moderno, desciende de los caminantes ociosos que durante la Edad Media pedían limosnas con la excusa de ir a la Sainte Terre. El caminante debe tener cuerpo activo, ojo atento y espíritu presente cuando está en la naturaleza, solo así puede realmente estar en ella. En este sentido, la escritora de la naturaleza pareciera ser una amable maestra espiritual que nos señala con delicadeza nuestra desatención y nos lleva de vuelta a la presencia plena. El oficio del naturalista es señalar dónde no vemos o pasamos de largo. 

El caminante debe tener cuerpo activo, ojo atento y espíritu presente cuando está en la naturaleza, solo así puede realmente estar en ella.

En Historial natural (Monteávila editores, 1994), el libro en el que José Watanabe habla del cuerpo animal y del cuerpo humano, se nos da la primera ardilla que habremos de ver, incluso si ya estamos familiarizados con estos animales y los hemos mirado hasta no verlos más. 

La ardilla 

Una ardilla cumplida, diaria, viene a mi balcón. 

Recoge nerviosamente el pan que le dejo y huye al bosque.

Su huida es como guiada 

por otra ardilla que sale de sí misma y la antecede

un segundo

siempre, 

y aún detrás de ella va dejando otra, un ágil trazo que se desvanece milagrosamente en el aire ordinario. 

Así la ardilla va como un curioso juego óptico de veloces figuras

que nunca encajan. 

Es como la vibración de alguien que corre detrás de una verja. 

Después de capturar el espíritu vibrátil de la ardilla, Watanabe se interrumpe y nos dice que no ha podido comunicar su intención, que no ha podido expresar en el poema la resurrección y la inmortalidad de todo animal que muere temporalmente en la hibernación y vuelve a la vida alterando el tiempo lineal y los ciclos vitales. Hay dos movimientos en el poema: la imposibilidad y la expansión que se le dan al lector al recibir la vida espasmódica y ágil de una ardilla que corre sobre el alfeizar. El poema abraza su incapacidad y al hacerlo logra su cometido: ofrece una ardilla única e inmortal que ha expandido la percepción de quien lee. La ardilla resucita, no solo porque tenga como costumbre hibernar, sino porque muchos años después de haber desaparecido del mundo, se hace cuerpo y carne en el relato. 

Algo valioso y bello hay en la aceptación de la inutilidad de nuestras empresas físicas o poéticas, algo que excede su naturaleza sin propósito y la niega al hacerla explícita. En 1974, Werner Herzog emprendió una caminata de Munich a Paris para conseguir, con su tránsito lento y a pie, que su maestra Lotte Eisner no muriera. Herzog sabía que la caminata no tenía nada que ver con el cuerpo enfermo de la cineasta, que era una suerte de plegaria en movimiento, un peregrinaje inútil que no conseguirá ningún efecto en el mundo real y, sin embargo, su acometida y registro en el diario son una ofrenda tangible a la salud de la maestra amada. 

El peregrinaje sin propósito de Herzog se parece al peregrinaje de los fieles que se dirigen a una tierra lejana con el propósito único de adquirir un bien intangible e inverificable. Este espíritu de exaltación y de júbilo que solo dan las empresas inútiles en la naturaleza es bien conocido por los corredores de montaña, gente sin juicio que recorre cientos de kilómetros sin otro resultado que arruinarse las rodillas y disfrutar del júbilo de lanzarse cuesta abajo a toda velocidad o sentir el corazón palpitar de esfuerzo conforme se acercan a la cima. En esta especie hay un tipo de corredora que me interesa particularmente: no es la que persigue el podio, sino la que busca su propio júbilo en movimiento. La velocidad en esta corredora no proviene del deseo de la cima o del anhelo del fin de la jornada, sino de la alegría que produce el sol, la llovizna y el silbido del viento en los oídos ––la mejor tonada del viento es la que se oye cuando el cuerpo va a toda velocidad––. Son los estímulos de la naturaleza los que dan energía y cadencia a las piernas, no la anticipación mental de la meta. Esta es la mejor forma de estar en la naturaleza, ya lo había señalado Thoreau, porque es la única vía en la que los sentidos están en perfecta consonancia con su entorno. El propósito de estar en la naturaleza es justamente no tener propósito: es la única forma en la que se alcanza la atención plena que requieren las cosas naturales. 

Son los estímulos de la naturaleza los que dan energía y cadencia a las piernas, no la anticipación mental de la meta.

Nan Sheperd distingue también entre dos tipos de montañistas, los que buscan extraer sensaciones de la montaña: la vista impactante, la cumbre honrosa, el avistamiento de animales esquivos; y quienes escuchan y atienden. Dice Sheperd: “A menudo la montaña se entrega por completo cuando no tengo destino alguno, cuando no llego a ningún sitio en concreto, sino que he salido simplemente para estar con ella, igual que se visita un amigo sin más intención que la de estar con él”.

Los paseos sin propósito en la naturaleza, los que obligan a centrar la atención plenamente en lo que ella nos presenta, son una forma de la poesía porque expanden la percepción y abren la mirada a lo que está oculto para quienes persiguen otros fines por fuera de las cosas naturales. Al caminar sin propósito en los bosques o montañas se renuncia a todo deseo individual, no importan las ideas que el caminante ha hecho de sí mismo, de sus capacidades o de los parajes que necesita ver, sólo permanece la naturaleza y las posibilidades que entrega. Esta forma de lo poético no se encuentra en los caracteres de la página y está solo disponible para quienes la practican. Es la tonada del viento que suena para los caminantes sin propósito. 

Catalina Navas
Editorial

Leer la naturaleza | Leer desde la naturaleza | Leernos en la naturaleza

POR Juan Álvarez • 31 marzo 2025

8 Minutos

Hay una idea que planea cada vez con más fuerza en los espacios de formación: la alfabetización tradicional ––aprender a leer y a escribir––, la alfabetización republicana (digamos), es insuficiente. Por eso se habla de la necesidad de empezar a formar a niñas y niños en lenguaje de programación ––los países desarrollados ya lo hacen––, de tal modo que puedan hacer parte de la disputa en construcción que es y seguirá siendo la Internet. Se habla también de la urgencia de formar en lectura de medios de comunicación y de redes sociales, porque el entramado comunicativo se ha hecho a tal grado complejo que no basta con informarse, como hace dos siglos (digamos), ahora es necesario comprender los lugares de intereses y de enunciación de los dueños de los medios masivos, los dueños de las aplicaciones de redes sociales, los periodistas de portales autogestionados, los influencers, los troles y otra pléyade de sujetos sociales que configuran la trama diversificada (algo más diversificada que hace dos siglos, digamos) y heterogénea que es hoy la esfera pública global. 

Se habla también de la urgencia de formar en lectura de medios de comunicación y de redes sociales, porque el entramado comunicativo se ha hecho a tal grado complejo que no basta con informarse

En este orden de ideas, quizás sea posible pensar también un nuevo escenario de lectura y sensibilización crucial para nuestro futuro: la naturaleza. (Quién lo iba a decir.)

Ahora bien, ¿qué puede significar para nosotros, hoy en día, la lectura de la naturaleza? ¿La leemos a ella, leemos desde ella, nos leemos en ella? ¿Tiene sentido, acaso, preguntarnos qué lee la naturaleza en nosotros una vez empezamos nuestra descomposición?

En respuesta a la invitación de Fundalectura e Idartes para editar un número de la revista Tinta Impresa, me puse en la tarea de construir un grupo de lecturas y reseñas, e invitar a escribir y a hablar a un grupo de autoras, con la esperanza de que la juntanza de ambas operaciones haga brotar cierta chispa de comprensión: tal vez intentar leer la naturaleza sea una forma de huir del paradigma de su dominación; quizás intentar leernos desde la naturaleza sea el primer lance de un giro espiritual que nos urge como especie si queremos contestar con inteligencia a la emergencia climática que empieza a devorarnos; a lo mejor, es mi esperanza, volcar los saberes del arte sobre la naturaleza sea una oportunidad de volver sobre lo comunitario y en esa trocha abandonar el deseo desquiciado de conquistar Marte e intentar sanar acá en la Tierra.

Tal vez intentar leer la naturaleza sea una forma de huir del paradigma de su dominación

He buscado cómo esbozar aquí, en pocas palabras, en conjunto, sin desmembrar, cada uno de los elementos que componen esta juntanza, y he encontrado que la mejor manera es acercándole a todo, a cada verso, los versos del poema “Animal de invierno”, que son del poeta peruano José Watanabe, publicados originalmente en el libro Cosas del cuerpo de 1999.

Animal de invierno 

Otra vez es tiempo de ir a la montaña a buscar una cueva para hibernar.

Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas son como huevos vacíos donde recojo mi carne y olvido.


Nuevamente veré en las faldas del macizo vetas minerales como nervios petrificados, tal vez en tiempos remotos fueron recorridos
 por escalofríos de criatura viva.


Hoy, después de millones de años, la montaña
 está fuera del tiempo, y no sabe
 cómo es nuestra vida
 ni cómo acaba.

Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro
 en su perfecta indiferencia
 y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.  

He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.


En este mundo pétreo
 nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo
 y me tocaré
 y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
 sabré
 que aún no soy la montaña.

Me interesa la primera imagen de la hibernación y de la montaña porque están en el núcleo del ensayo “La tonada del viento en los oídos”, escrito por Catalina Navas, lo que en principio parece contradictorio porque el ensayo de Catalina gira en torno al movimiento ––caminar, correr, oír la montaña––, pero no el movimiento que conduce a lugares o solventa urgencias, sino un movimiento contrario, el movimiento hacia la detención (una disposición), hacia la contemplación inoficiosa, y en ese sentido la hibernación de los animales, la pausa en la existencia de quienes han tenido la inteligencia de preservar, innata, la instrucción genética que les dice es hora de vivir la detención.

La segunda estrofa es un recorrido: imágenes de piedra viva para que entendamos de qué modo es cierto que la montaña está fuera del tiempo. También es un recorrido lo que terminó escribiendo Doris Suárez en “Andares”. Con Doris, firmante de paz, ya habíamos trabajadoo. Es una de las contadoras de Naturaleza común: relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación (2021). A raíz de esa colaboración, seguimos conversando, y siempre quise que me contara, nos contara, con detalle, cómo fueron esos primeros meses en la guerrilla, cuando pensó darse cuenta que no estaba curtida para trochear por la montaña, porque el trajín era muy bravo y las fuerzas no le alcanzaban.

El giro crucial del poema es la tercera estrofa: entregarse a la idea de ser de otra sustancia. No sé por qué imagino que el fuego es de otra sustancia. Es como si la metáfora antigua de los cuatro elementos se me mantuviera viva en el fuego. Imágenes de incendios forestales en el primer mundo fue lo que acordamos que leería la poeta Tania Ganitsky, esto a raíz de que en casa leímos El fuego que quería recordar (2021), un ensayo-poema corto, publicado como el Cuaderno #4 del Laboratorio de creación de una de las decenas de maravillosas becas de escritura de Idartes. Acertamos, porque esa lectura de Tania nos deja esta pregunta (y con ella basta): ¿Qué se quema cuando arde el corazón de un árbol?

Es como si la metáfora antigua de los cuatro elementos se me mantuviera viva en el fuego

Si el cuerpo es la parte blanda de la montaña, las faldas de la montaña son la parte fértil de la montaña. Llegué a entrevistar a Rosa Poveda, y a conocer sobre su evangelio de la soberanía alimentaria y la semilla criolla, a través de Doris Suárez. Doris me habló de Rosa porque entre mujeres verracas fácil se reconocen. Quizás también porque le conté que estaba pensando en los distintos ángulos en lo que es posible practicar la lectura de la naturaleza como nueva alfabetización vital para las generaciones por venir. Rosa encarna el ecofeminismo popular. En Rosa viven saberes pasados por el cuerpo. Rosa es casi el verso que se convierte en montaña. 

El conjunto de libros reseñados son, en buena medida (excepto las novedades recomendadas por los libreros), la bibliografía de partida del proyecto de investigación y apropiación social del conocimiento que existe detrás de Naturaleza común, donde nos encontramos con excombatientes para preguntarles por su experiencia en la naturaleza durante los años del conflicto armado y para intentar entender, despacio, a través del relato, cómo ocurrió que el medio ambiente fue víctima, pero también beneficiario paradójico, de ese conflicto que nuestra sociedad sigue sin conseguir desentrañar. Este número lo cierra el texto de Iván Murcia, promotor de lectura de Libro al Viento, quien nos cuenta de qué manera, durante la pandemia, a partir de una experiencia social en el barrio San Cristóbal, armó un club de lectura llamado “Agrolecturas y Biochismes” para encontrar los saberes y prácticas huerteras con la lectura. 

Disfruten las hojas, el alfabeto de la vida, antes de que estas también empiecen a caer.

Juan Álvarez
Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Crónica

Un panalivio para Maricielo

POR Cristian Valencia • 21 noviembre 2023

10 MINUTOS

Maricielo tiene la voz convencida y ronca como la de una cantante de tangos de cantina barrial. Su rostro tiene marcas de la vida y de los viajes, esas marcas que son exclusivas de caminantes y pioneros. Bien podría ser una artista de vodevil itinerante, y tal vez lo sea. Hoy en día está en Medellín por los azares de la pandemia, pero su hogar de paso ha sido Bogotá durante los últimos cuatro años. Bogotá y sus calles, Bogotá y sus historias, Bogotá y su Biblioteca Carlos E. Restrepo.

Nació en Lima y, por tanto, es limeña. Una limeña fundamental, icónica, solo que no tiene alma de tradición ni le repican las castañuelas de ningún tacón. La vida de Maricielo se parece más a un panalivio, ese lamento peruano y negro que nació a escondidas en las trastiendas de las casas señoriales del siglo XVIII y a fuerza de cantar verdades en los bailes fue un ritmo declarado inmoral y convertido en clandestino. Es como el blues peruano, que casi siempre remata sus estrofas con tres palabras, como para decir amén: panalivio, malivio san.

Maricielo llegó a Bogotá en 2017. Para entonces tenía 51 años, toda una héroe solitaria y adulta; una Ulises sin Penélope tejiendo nada. Desde hace muchos años se gana la vida vendiendo golosinas en los semáforos de las calles, aunque es profesional en derecho de la universidad de San Martín de Porres, en Lima, y aunque haya sido capitán del Ejército Nacional de la República del Perú. Con estas pocas señas de la señora Maricielo Torres Bustamante, cualquiera podría suponer lo obvio: que es un caso más de drogas y excesos, uno de esos destinos malogrados. Pero en ella nada es obvio.

Con estas pocas señas de la señora Maricielo Torres Bustamante, cualquiera podría suponer lo obvio: que es un caso más de drogas y excesos, uno de esos destinos malogrados. Pero en ella nada es obvio.

En las calles de Bogotá se enteró, por una noticia, de la biblioteca Carlos E. Restrepo: acababa de ser condecorada como la mejor biblioteca del país. Cuando la encontró no le pareció una edificación extraordinaria, pero apenas entró se sintió en casa: “Allí hay espacio para todos, hasta para una persona como yo, que a veces estoy tan desaliñada”. Y se sintió en casa porque en ella habita la poesía. No la rima fácil, no el artificio ni la técnica, sino la humana poesía. La profunda, la que lleva y trae noticias asombrosas de nosotros mismos.

Hay que decirlo, porque es importante para entender sus razones fundamentales de vida: Maricielo nació hombre un 16 de mayo de 1965. Hijo de una familia de clase media peruana como cualquiera, solo que desde muy pequeña se dio cuenta de que no estaba contenta con lo que le había tocado en suerte: ni disfrutaba los juegos rudos de sus compañeros, ni de esas conversaciones de machitos adolescentes. Y como se sentía fuera de lugar se fue refugiando en la literatura por descarte. Las historietas primero, los cuentos de Perrault, El principito, los piratas de Salgari, las aventuras de Julio Verne. Se hizo bachiller sin novedad y emprendió el camino de las leyes en la universidad San Martín, donde se daría cuenta de que el mundo es diverso y posible. Se aficionó a la literatura de manera irremediable, y se hizo adicta a grandes escritores homosexuales. Le encanta Capote, porque sus palabras son bisturí, y Oscar Wilde, por ser contundente y verdadero. En el fondo sentía que en algún momento de su vida tendría la obligación de ser tan verdadera como ellos, personas sin doble vida y sin secretos. Pero siguió jugando el juego, se tituló en derecho y al cabo de unos años ingresó al Ejército del Perú como profesional, donde trabajaría durante ocho años con el grado de capitán. Hasta que se le hizo insoportable sostener la dualidad y se retiró para asumir su verdadera identidad. Maricielo Torres Bustamante, la poeta.

Y como se sentía fuera de lugar se fue refugiando en la literatura por descarte. Las historietas primero, los cuentos de Perrault, El principito, los piratas de Salgari, las aventuras de Julio Verne.

En ese camino de estrógenos para despertar su cuerpo de mujer, se le fue todo lo conseguido hasta entonces. “Dejé de ser abogado, porque quiero que me digan doctora y no doctor”. Esa es su razón, aunque también sabe que dejó de serlo porque nadie contrataría a una abogada transgénero ni en el Perú ni en ninguna parte de América Latina. Así que empezó a vender golosinas en la calle y se hizo defensora de las mujeres, de los travestis, de los marginados. Solo cabe en el mundo de los que nada pretenden. Ella dice que, cuando consigue algo, siempre viene un evento cósmico que lo enloda todo y lo enturbia. Apenas se conoció su historia apareció en escena la morbosa curiosidad de los medios. La bautizaron el Capitán Maricielo. Le hicieron reportajes en televisión, en prensa, en radio. Y disfrutó de su fama hasta que la empezaron a caricaturizar en un programa de humor barato. Acabaron con ella, con su lucha de años y se hizo errante.

La bautizaron el Capitán Maricielo.

Primero viajó a São Paulo. Dice que no se pudo comunicar con esa ciudad porque es de lujo: “No hay vendedores callejeros”. Luego se fue a Buenos Aires durante los meses de invierno y le encantó: “Buenos Aires es una ciudad distópica, como Bogotá, pero distinta en su distopía porque en Colombia todo el mundo comparte su rareza, las ciudades te hablan. En Buenos Aires eres tú solita con tu bufanda, tu mate y tu libro en un parque. Punto. Nadie se mete contigo”. Se la pasaba en la Biblioteca del Congreso hasta medianoche. Y cuando agotó su momento en Buenos Aires le tocó el turno a Bogotá. “De no haber sido por la Carlos E. Restrepo me habría ido hace tiempo”, dice. Todos los días durante estos últimos cuatro años trabajaba la calle hasta que hacía lo del día y luego se iba a la biblioteca. En poco tiempo se hizo entrañable para todos. Asistía al café literario de los sábados con Ruth Pereira, y comenzó a dictar ad honorem un taller sobre derechos fundamentales a la luz de la constitución del 91. Pero llegó la pandemia y todo se fue al traste. Ella cree que todo se derrumba inexplicablemente por causa de su sino trágico.

Maricielo conoce y entiende la tradición poética del Perú. Sabe de Blanca Varela, por ejemplo, la de “Curriculum vitae”: “digamos que ganaste la carrera / y que el premio / era otra carrera / que no bebiste el vino de la victoria / sino tu propia sal / que jamás escuchaste vítores / sino ladridos de perros / y que tu sombra / tu propia sombra / fue tu única / y desleal competidora”. Sabe y conoce la poesía de José Watanabe, Antonio Cisneros, Carmen Ollé, Rossella Di Paolo. Y claro que leyó a César Vallejo hasta el cansancio. “No leer a Vallejo en el Perú es como no hablar de Gardel cuando se habla de tango en la Argentina”, dice. Está convencida de que fue Vallejo y no Rubén Darío el fundador del modernismo en Hispanoamérica porque fue el primero en usar palabras y modismos del castellano coloquial.

Cuando Maricielo recita “Los heraldos negros”, lo hace con una carga de verdad emocional tan fuerte que simplemente parecen escritos por ella. Su voz de tanguera antigua interpreta con maestría cada imagen porque toda su alma habita el universo de esos heraldos de Vallejo:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Maricielo se hizo a una habitación en el barrio San Bernardo, que tiene la peor reputación en Bogotá. Sus vecinos pueden ser ladrones de poca monta o jíbaros o prostitutas o cartoneros y a ella no le importa. Ella no juzga. Ella convive, ella mira, ella enseña, ella aprende. Ella escribe con el alma primero. Maricielo encuentra la belleza en otras calles, en otros rumbos, como los poetas malditos. Como Rimbaud, que sentó a la belleza en sus piernas y la encontró amarga. Como Baudelaire y sus Flores del mal; como Verlaine y su oda a lo grotesco.

Ella convive, ella mira, ella enseña, ella aprende. Ella escribe con el alma primero.

A veces maldice de la calle. Dice que no soporta más: que está vieja y está cansada y está triste y está sola. Y cuando eso le pasa, cuando así se siente, la embarga la oscura, la otra que la habita, la que usa palos en la rueda y tijeras en las alas. Y quizá, solo quizás, en esa dicotomía que vive a diario habita toda la potencia de su poesía. Su obra se escribe con el tiempo en cuadernos que atesora. Escribe a mano siempre. Y cuando lee lo suyo parece que desenfundara un revólver cargado con una sola bala que apunta a su propia sien:

Quiero ser mala
Mujer
Quiero tener el honor de ser
Mujer maldita
La legión, los lobos y la luna llena
Ser una afrodita pintada de azul
Sin cabeza
Sin tetas
Sin nada
Desde niña me decían
Te llamarás María

Cuando termina de leer se queda escuchando, ¿quién sabe?, tal vez los latidos de su corazón, tal vez “las caídas hondas de los Cristos del alma”.

Y panalivo, malivio san.

 cristian valencia
Cristian Valencia

Escritor y periodista. Obtuvo el Premio Simón Bolívar de Periodismo 2017. Su última novela se titula Érase una vez en el Chocó.

MaTeresaAndruetto
MaTeresaAndruetto
Entrevista

Soy la hija de un viaje

POR Beatriz Helena Robledo • 21 noviembre 2023

20 MINUTOS

Para la primera edición de Tinta Impresa, como editora invitada elegí el tema central del viaje. El viaje, o los viajes, porque encuentro que la palabra viaje tiene muchas maneras de abordarse: hacemos viajes reales, viajes en el espacio, viajes simbólicos, viajes psíquicos, viajes líricos, viajes literarios, entre otros.

En esa búsqueda pensé en María Teresa Andruetto, o “Tere”, como muchos le decimos, porque creo que su obra, bella y amplia, aborda el viaje de diferentes maneras.

María Teresa es escritora argentina, nació en Córdoba, vive en Córdoba y se ha dedicado a la docencia y a la escritura. Estudió Letras y fue cofundadora del Instituto de Literatura Infantil y Juvenil en Argentina donde fue profesora durante muchos años. Hace unos talleres de escritura maravillosos y además escribe cuentos, novelas; escribe para adultos, escribe para niños y escribe una poesía hermosa que llega al alma. Para mí, Tere es, sobre todo, poeta.

Ha ganado varios premios, entre ellos uno muy importante que nos hizo sentir orgullosos a todos los latinoamericanos: el Premio Hans Christian Andersen de literatura infantil y juvenil, en 2012, que, para los que no lo conocen, es como ganarse el Nobel de los libros para niños y jóvenes.

Nos encontramos con Tere, vía Zoom.

Beatriz Helena:.

Tere, revisando tu obra maravillosa, en el tema del viaje, de los viajes, hay un libro emblemático, Stefano 1 : la travesía de ese joven que viene de Italia hacia América en lo que yo creo que se plantea como el inicio de una historia familiar. Hay muchos viajes en Stefano. Cuéntanos un poco sobre esos viajes.

María Teresa:

Stefano es en su estructura una novela de viaje. Podemos decir que hay muchos modos de viajar; es una novela de viaje en el sentido de que ocurre un poco en barco, un poco en tren, un poco a pie. Pero tiene varios sentidos el viaje aquí, porque es además el viaje de un migrante que sale de un país para buscar su lugar en otro. Y es también el viaje de un niño hacia su condición de hombre, porque cuando Stefano sale es todavía un muchachito, y cuando la novela termina, cuando se detiene en algún lugar —porque él todo el tiempo de la novela va viajando—, cuando finalmente ancla, es fruto del amor. Cuando la novela lo deja, él ya es un hombre, y esa palabra, hombre, es precisamente la última palabra del libro.

Y a mí me parece también que Stefano es un viaje desde la madre a la mujer amada, o a la compañera. Todos hacemos ese viaje desde la casa hacia la nueva casa en la que vamos a vivir, con un compañero o compañera, o a veces solos.

Y sí, Stefano también tiene mucha marca familiar, porque mi papá era italiano, la familia de mi mamá también. Ella no, ella nació en Argentina, pero mis abuelos maternos habían llegado a América a fines del siglo XIX, eran campesinos pobres italianos que habían venido de un pueblo a otro pueblo, así como llegó la emigración italiana y gallega, inmigración pobre.

Mi papá, en cambio, vino después de la Segunda Guerra. La suya era otro tipo de emigración, porque él tenía estudios superiores allá. La suya fue una emigración por una decepción política. Terminada la guerra, él, que había estado en el movimiento partisano, tenía ya veintiocho años cuando llegó al país. Y aunque esa no es ni la edad de Stefano ni la época en que viene Stefano —y solo algunas de las cosas que le pasan al personaje tienen que ver con mi papá y mi mamá—, lo que más tiene que ver con mi familia es el comienzo y el final de esa historia. El comienzo en el sentido de que mi papá contaba que le había prometido a su madre regresar en diez años a Italia, y el final porque de un modo parecido al de la novela fue como se conocieron mi papá y mi mamá.

Y aunque yo de chica no viajé mucho, pues vivíamos en el pueblo en una situación económica apretada, y mis viajes fuera del país han sido todos de adulta, ligados a la escritura, invitaciones y demás, yo soy la hija de un viaje, soy la hija de un hombre que hizo un viaje muy largo, como se hacía en esa época.

Todos los años, cuando yo era chica, cada 28 de noviembre —el día en que él había llegado al país, en 1948—, mi papá sacaba un álbum de fotos del viaje y recorría con mi madre el viaje hacia Argentina, que era también un viaje hacia ella.

BH:.

Hay un tema que tú exploras muchísimo que es la memoria, el viaje al pasado. En Lengua madre, otro de tus libros, viajamos al pasado a través de los álbumes de fotografía, del recuerdo de la abuela, de la madre 2. Cuéntanos un poco de ese viaje a la memoria.

MT:

Antes hago un pequeño desvío: yo creo que hay dos grandes formas de encarar una novela, una es la novela de viaje, que, aunque no siempre cuente un viaje físico —puede ser el viaje de la memoria—, hace parte de esas novelas que hacen un tránsito temporal, y ahí está Lengua madre.

La otra manera de contar una novela es rodear un punto enigmático, que es lo que yo intenté hacer por ejemplo en La mujer en cuestión. Me parece que esas son las dos grandes formas de novelar, y, si se quiere, son geométricas, como una circunferencia o una línea.

Lengua madre tiene una línea de tiempo en la que la escritura va y viene. El lector se mueve entre la abuela, la madre y la hija, tres mujeres que juegan a la partida de naipes de su vida en un contexto que es la dictadura argentina.

Y todos estos viajes tienen una base de fondo, que es a su vez otro viaje, el de la búsqueda de identidad, que para mí es muy fuerte: quién es uno, quién es ese personaje, cómo se encuentra consigo, con su pasado. En Lengua madre estamos ante una mujer joven que, para construirse en el presente, necesita ver la historia de su madre y de su abuela, saber en qué se parece a ellas, a las que estuvieron antes, y en qué medida se diferencian.

Se trata de una búsqueda de identidad que es individual, un camino, un viaje que es también social porque soy yo buscándome a mí misma en los personajes; los personajes buscándose a ellos mismos en mis escritos, y así terminamos por ir hacia una búsqueda de identidad social.

En Argentina somos todavía una sociedad en construcción, entre los pueblos originarios, las grandes camadas inmigratorias, la negación durante tanto tiempo, por ejemplo, de la población negra. Recién ahora se está recuperando ese relato que durante mucho tiempo nos contamos a nosotros mismos acerca de que todo viene de la inmigración. Y aunque es un trabajo que está todavía en proceso en nosotros, es un viaje, también.

BH:.

En Veladuras 3 se ve mucho esto que nos dices sobre la búsqueda de la identidad. La construcción de ese personaje que está fragmentado, desbaratado. Es bellísimo cómo vas poniendo las capas, una tras otra, para reconstruirlo.

MT:

Veladuras es un viaje de la protagonista hacia la cultura y la identidad de su padre, de su abuela. Es un viaje al ser, podríamos decir, a lo que ella es o quiere ser. Aunque es también un viaje físico: ella se va para curarse del alma, se va desde la llanura al noroeste, a un lugar muy alejado. En la novela es un lugar casi en el límite con Bolivia. Es un viaje de una cultura a la otra. La protagonista se llama Rosa Mamaní, un apellido aimara de una etnia que habita en el noreste de Argentina y en Bolivia. Rosa tiene una madre de origen inmigrante, gringa —acá no les decimos gringos a los norteamericanos, sino a los italianos—. Su madre es de origen inmigrante y su padre es de origen indígena.

En esa historia hay una elección de irse a otra parte, algo que también es interesante de los viajes. Me parece que los personajes de mis libros eligen trasladarse, irse de un lugar a otro buscando una vida mejor, una vida que a veces logran y a veces no. Una vida mejor que a veces es de orden económico, como Stefano, que sale de Italia para buscar trabajo en la Argentina, y otras veces de orden identitario, como Rosa Mamaní, que viaja para encontrarse con ella misma, con su parte originaria, que es la que ella elige ser.

En otro libro mío, El país de Juan 4, una familia que está en el campo resuelve irse a la ciudad. Los malos gobiernos y las sequías los empobrecen hasta que deciden emigrar. En la ciudad la cosa no va bien y terminan por regresar a su lugar. Y ahora voy a contar algo muy personal: cuando de grande empecé a viajar y vi argentinos que vivían en otros lugares, sobre todo en los países europeos —porque aquí también muchas personas se han ido del país—, yo siempre sentí que uno vive mejor en su propio país, en su propio lugar, y esto tal vez sea porque a mí me parece que a mi papá, a pesar de todo, lo atravesó la tristeza de ese viaje.

BH:.

Tere, yo creo que esa tristeza, esa nostalgia están muy presentes en toda tu obra, todo eso que me cuentas me hace pensar en otro libro tuyo en el que el viaje es una búsqueda afectiva. Hablo de La niña, el corazón y la casa 5. Para mí esa es una historia que conecta con tu noción de cómo la literatura permite tejer de otra manera los viajes dolorosos de la vida. Y quiero preguntarte sobre los viajes literarios, sobre cómo para ti el lenguaje es una manera, y la literatura otra, de viajar.

MT:

Bueno, yo me crie en un pueblo pequeño en la llanura, en una familia donde no viajábamos. Cuando yo era niña, la única salida del pueblo era para ir a ver a mis abuelos maternos, que vivían a 70 km. A mis abuelos paternos no los conocí, solo por cartas y fotos, porque vivían en Italia y esa era la salida.

Para entonces no había televisión en el pueblo, mucho menos internet, así que los viajes eran los libros y las historias, y lo que se escuchaba por la radio, y lo que contaba la gente acerca de su vida. Yo fui una niña tempranamente apasionada por los relatos, no solo por los libros que había aquí en casa, porque mis padres eran lectores y eso los diferenciaba en el lugar en que vivíamos. Éramos la única casa del barrio donde había libros; los chicos iban a mi casa a buscar libros para sus deberes. Pero a mí no solo me gustaban los libros, sino también lo que me contaban los adultos. Por ejemplo, teníamos un vecino, un señor ya mayor, como de la edad mía de hoy, y yo me iba hasta la casa de él y a la vuelta él me contaba películas. A él le gustaba el cine y a mí me encantaba, pero solo había un cine en el pueblo. Y aunque íbamos los domingos a la tarde al cine, me encantaba que él me contaba otras películas.

Del catecismo me gustaban las historias bíblicas o las vidas de santos, las de las santas, sobre todo, todas esas historias eran viajes hacia otras personas, hacia otras vidas, hacia otros lugares.

Y, claro, la literatura también siempre ha sido un modo de sanar, porque permite, llamémoslo, un sufrimiento o una alegría, que está ahí, pero que no son los de la vida, sino una metáfora de todo eso. Grossman, escritor israelí, dice que los cuentos son el único lugar donde está la herida y su curación, por eso a uno le duelen los personajes, le alegran o los disfruta, y a veces sufre con ellos, pero también en los cuentos está la cura de todo eso.

Los cuentos son el único lugar donde está la herida y su curación.

BH:.

En ese libro maravilloso Hacia una literatura sin adjetivos 6 dices: “porque un libro es un viaje que se hace a partir de capas y capas de escritura, de sucesivas evidencias a la forma para lograr un tono, para buscar un ritmo, para que suene bien, para que se vuelva familiar lo que era extraño, para que se vuelva extraño lo que era familiar, buscando que lo conocido se rompa, se esmerile, se estalle la ruptura que deje ver por debajo algún resplandor de eso que llamamos vida”.

MT:

Porque también escribir es para mí un viaje muy hondo, es un camino de conocimiento, un viaje hacia algo que uno no sabe y que va descubriendo a lo largo de la escritura.

Hay un libro mío muy pequeño que no sé si circula en Colombia, titulado El árbol de lilas 7. Ahí una mujer que pasa de largo frente a un hombre, viaja por el mundo buscándolo, hasta que se da cuenta de que era aquel que estaba el comienzo y que ella no pudo verlo. Muchas veces me han dicho —y ahí descubrí que a partir de la lectura de otros también se aprende— que esa historia es como los cuentos tradicionales, pero al revés, porque él es el que espera y ella la que busca y hace un viaje hacia el amor. Acá ella no es princesa, es normal, una mujer común que sale a buscar a quien ella va a amar, a su enamorado, y me parece que eso tiene mucho que ver conmigo. Es un cuento que escribí hace tiempo y yo fui viendo después que en realidad yo he sido así en la vida, he salido yo a buscar las cosas que quería, no he esperado, he tenido esa idea de la vida como un viaje, un desafío, un viaje hacia los trabajos o la escritura, la publicación, el amor. No me he sentado a esperar, sino que he trabajado para eso.

BH:.

Eso se nota. Y quiero tocar un tema que tiene que ver con lo que estás diciendo: tu búsqueda de la voz y el lugar de las mujeres. En tu libro Cacería 8 es evidente. El primer cuento de ese libro para mí es magistral. Cuéntanos sobre esa búsqueda tuya, ese viaje por la voz y el lugar de las mujeres.

MT:

Yo tengo una genealogía de mujeres fuertes, pero no fuertes porque anularan el lugar del varón. Mis abuelas, sobre todo de la línea materna, fueron mujeres que tuvieron que ser jefas de hogar por haber tenido a sus maridos enfermos, por viudez temprana, por distintas cuestiones de la vida, y conoces algo ahí en esa fuerza de las mujeres. Luego, yo también tengo una cierta militancia en organizaciones de mujeres; bueno, esa potencia de las mujeres, que es una potencia distinta a la de los varones, tiene mucho que ver con las redes de contención amorosas, de cuidado, de defensa de lo propio y bueno. También tengo dos hijas mujeres, tuve una hermana mujer muy importante para mí, una red de amigas.

Todo eso aparece en las escrituras y también me he enojado con muchas cosas que han sucedido ahora, en la lucha de las mujeres en Argentina, pero también me he enojado con escritores varones que nunca citan a mujeres, y entonces he puesto escritos en los epígrafes, las he citado, las he leído en cantidad.

Trabajo con mi hija y otra mujer en una colección de rescate de narradoras argentinas olvidadas, con una editorial universitaria de aquí, y con ellas hacemos una recuperación de obras de escritoras que ya no están, como parte de la búsqueda de una genealogía de escritoras mujeres.

El poeta italiano Eugenio Montale dijo que hacen falta muchos hombres para hacer un hombre, yo digo que hacen falta muchas mujeres para hacer una mujer y hacen falta muchas escritoras para hacer a una escritora.

BH:.

Quisiera cerrar con un poema tuyo, porque no podemos dejar a nuestros lectores sin saborear tu poesía:

Entre tus fauces

Río de lomo azul donde navego
con la cabeza otra vez contra
la orilla, devuélveme el resuello
y el talle que he tenido entre tus fauces;
y esta memoria que se lo come todo,
llévatela. Aquella niña calando
sandía en el patio y los amargos
granados abiertos, diamantes
de azúcar, llévatelos. Llévate también
a ese hombre de cejas espesas
y mirada viva que me ha mirado tanto.
Llévate los días, y el recuerdo
de los días, y la tarde en que se fueron,
y el abrazo. Muchas veces Caronte
me pidió que entregara la dádiva,
y yo la di, y los subí a la barca,
y los empujé hacia el agua
que hace sombra. Vuelve siempre
un camino de cipreses y el crujido
de mis pasos en la arena. Vuelven
los que trazan la huella de los días
y reclaman: Mira hacia arriba.
Y yo por el cielo, huérfana, buscando
el Caprino, los Gemelos, un recuerdo
de agua azul sin alimañas. Mira
hacia arriba, dicen, y yo en tus fauces
otra vez, contra la orilla.

MT:

Gracias, Beatriz.

 beatriz helena robledo
Beatriz Helena Robledo

Escritora, promotora de lectura e investigadora en literatura infantil y en procesos de formación lectora. Ha escrito libros de ficción y biografías.

Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Editorial

El arte de caminar

POR Beatriz Helena Robledo • 20 noviembre 2023

18 Minutos

Viajar es poner en suspenso la realidad. Quizás allí esté su mejor encanto. El viajero se desprende de las coordenadas que le signan un espacio y un tiempo controlados, reglados, y casi siempre marcados por los de los otros con quienes convive.

Cuando era madre joven con niñas pequeñas, los viajes me producían una sensación ambigua pero grata. Por un lado, sentía que recuperaba el tiempo, que el tiempo era de nuevo mío y que el espacio estaba signado por el azar, por lo inesperado, y eso me generaba emoción. Una adrenalina que me revitalizaba y me sacaba de las rutinas diarias obligatorias. Por supuesto, también me generaba culpa, porque, es extraño, las madres siempre tenemos culpa. Es algo cultural y educativo y que viene de sometimientos muy atávicos, y pesa. Sin embargo, para aliviar la culpa, trataba de suplir mis ausencias con el lenguaje: les narraba a mis hijas los viajes con los lentes del detalle, les describía las escenas, las personas, los paisajes. Y espero —aún hoy— que esas ausencias hayan sido cubiertas por la magia de la palabra.

No todo el mundo es viajero por naturaleza. Hay algo del viaje que produce miedo o cansancio, y no me detendré en estos sentimientos porque no los conozco de primera mano. He escuchado de personas cercanas a las que permanecer en el mismo lugar les da seguridad y los tranquiliza. El ser humano, por fortuna, es diverso y complejo.


No todo el mundo es viajero por naturaleza.

Viajera por trabajo

Viajar por asuntos laborales, en mi caso, me ha traído grandes satisfacciones, me ha permitido conocer mucha gente con costumbres e ideas muy distintas. Pero el viaje también me queda en el recuerdo, esa variedad de sonidos, de entonaciones, de olores de cada lugar: el de la salinidad de las playas, el de la humedad, el del musgo, el de una escuela clavada en la montaña; el olor a aceite quemado de las terminales de buses, en contraste con los matices de los perfumes del duty free, que me dejan mareada; el olor a pescado frito de los pueblos a orillas de los ríos o el sabor picante mezclado con la acidez del tomate de los pueblos mexicanos. También imágenes tan nítidas que aún hoy, después de muchos años, puedo cerrar los ojos y verlas, sentirlas (y que además las fotografías me ayudan a recordar): un rebaño de ovejas en Marulanda (Caldas) que atraviesa la carretera en la cima de la montaña helada; una montaña dorada, erguida en su orgullo milenario y a los pies un sembrado verde, fértil, un viñedo en el valle del Elqui en Chile; los mercados atiborrados de dulces caseros en el sur de Chile, de mariscos frescos conservados en montañas de hielo en el market de Seattle; el puesto de chorizos, longanizas, salchichones, como una apología fálica instalada en el inconsciente colectivo en el mercado de Porto Alegre (Brasil); el colorido de las frutas y verduras en México; la sagrada majestuosidad de La Huasteca en Monterrey; una niña durmiendo a su muñeca dentro de un libro en un pueblo perdido en las montañas de Caldas; una cascada transparente que ruge cerca de Mocoa (Putumayo); o la sensación que produce navegar por el río Amazonas y sentirse en el mar al no ver las orillas.

También esos viajes me han permitido conocer de cerca la realidad social de este país. Tengo imágenes reveladoras en diferentes momentos de su historia política. Copio del diario que acostumbraba llevar en mis correrías por las zonas más apartadas, entregando libros, organizando bibliotecas, evaluando programas:

La cadencia de las ciclas al pasar genera un aire de tranquilo sosiego que no tiene nada que ver con las historias del campo sobre los muchachos, los enfrentamientos continuos entre la guerrilla y el ejército, los bombardeos a los cuales la gente ya se ha acostumbrado. San José parece un nido abandonado en la selva, pero protegido en su interior. Ver pasar a los adolescentes charlando al ritmo de un pedaleo lento no tiene relación con el acto cruel y violento que sucedió el año pasado cuando los muchachos fueron emboscados por el ejército. Venían caminando por una trocha y fueron bombardeados. Cientos de ellos murieron, fue terrible, cuenta la inspectora de planeación. Antes los muchachos ni siquiera terminaban el colegio. Si perdían el año se iban para el monte. Ahora prefieren irse a raspar coca. Se hacen diez, quince mil pesos diarios. Incluso las niñas se enamoraban y se iban. Ya no es tanto. Ahora los atrae más la coca. En Miraflores, por ejemplo. ¡Ah, Miraflores! Hay algo mágico y alucinante en Miraflores. Su calle principal es el aeropuerto. Vi la fotografía en el Instituto de Cultura. Al lado y lado de una pista hay tres hileras de casas. Esa fotografía fue animada por diversos comentarios que lo hacen a uno querer ir a Miraflores, pero ir allí es muy costoso. El solo viaje cuesta más de treinta mil pesos [1994]. Solo se puede ir en avión. La entrada por el río significa mínimo una vuelta de tres días. Allí todo vale mucho dinero. Perfumes finos, ropa importada, restaurantes donde le preparan lo que pida, vida de bonanza, espejismos que brillan y deslumbran. Allí tenemos un bachillerato agrícola. “Se imagina qué les vamos a enseñar a cultivar, si tendrían que competir con el cultivo de la coca”, afirma el secretario de Educación Departamental. […] En Miraflores quedó una caja viajera en la estación de bomberos. ¿Qué será de esa caja? ¿Qué será de esos libros?

San José parece un nido abandonado en la selva, pero protegido en su interior.

Encuentro también entre mis notas estas, sobre un viaje de trabajo con muchachos desvinculados del conflicto, confinados en un hogar transitorio en Bucaramanga:

Después trabajamos las siluetas tamaño natural para luego hacer creación de personajes. Esto les entusiasma. Se apoyan: uno dibuja al otro y viceversa. Algunos muchachos, los más inseguros quizás, dicen que no quieren. Sin embargo, poco a poco se van animando. Apoyo el trabajo de cada uno orientándolos en la construcción del personaje: quién es, cómo se llama, qué hace, dónde vive, con quién vive, cómo es su manera de ser. Ponemos varios materiales a su disposición: témperas, marcadores, crayones, colores, lanas, papeles de colores. Andrés dibuja un karateca, Alberto Amado pregunta si puede hacer un uniforme camuflado, le digo que claro, que si eso es lo que quiere, qué colores necesita. Pide verde, negro y amarillo. Supongo que va a pintar a un guerrillero, pero dibuja un soldado. Se concentra tanto que dura toda la tarde vistiendo a su personaje. Leonel se va solo a un cuarto y crea a Juan, un señor de veinticinco años que trabaja en un taller de motos. A Juan le gusta la mecánica. Arnold trabaja con Lina desde el comienzo. Entre los dos construyen el personaje de una secretaria, alegre, buena persona, que vive con su esposo y sus hijos y pasa los días sentada en un computador. Juan Esteban empieza a hacer el personaje de un nadador. Le pinta su pantaloneta de baño. Prepara el color para la piel, pero no le sale el rosado que esperaba sino un morado que asocia con la muerte. Decide ahogar al nadador. Juan Esteban venía de un grupo paramilitar.

Supongo que va a pintar a un guerrillero, pero dibuja un soldado.

Viajar a pie

Otros son los viajes a pie. De esos me he alimentado no solo en vivo sino a través del testimonio escrito de los caminantes. Desde Viaje a pie de Fernando González, pasando por Caminar, de Thoreau, por la biografía de Hölderlin, hasta llegar a Stevenson. Hay mucha sabiduría en esos textos, que son como diarios llenos de reflexión, y todos coinciden en cómo la mente, el espíritu y la imaginación se activan al caminar. Y más aún si caminamos en medio de la naturaleza. En Viaje a pie, Fernando González se burla de todo, tanto así que fue prohibido por el arzobispo de Medellín y también por el obispo de Manizales por “atacar los fundamentos de la religión y la moral con ideas evolucionistas y hacer una burla sacrílega de los dogmas de la fe”1. Además de la libertad que le da el camino entre Medellín y Manizales para expresar todos sus pensamientos sobre la época, la sociedad y la Iglesia, en este libro Fernando González nos invita a un viaje por nosotros mismos y a descubrir el ritmo propio, la capacidad del cuerpo y la libertad del pensamiento.

Fernando González nos invita a un viaje por nosotros mismos .

Robert Louis Stevenson, por su parte, es muy acertado al afirmar que “para gozar de modo apropiado una caminata, esta debe hacerse solo. […] pues su esencia es la libertad; porque uno debe poder detenerse o continuar, seguir este camino o aquel otro, según el capricho del momento; y, sobre todo, porque debemos ir a nuestro propio paso […] también debemos estar abiertos a todas las impresiones y dejar que nuestros pensamientos tomen el color de lo que estamos viendo. Debemos ser como el humo de la pipa a merced del viento […] No debe oírse un cacareo de voces alrededor, que rompa el meditativo silencio de la mañana; y en la medida en que un hombre esté razonando, no puede entregarse a esa fina embriaguez que produce el moverse al aire libre, que comienza con un deslumbramiento y una pereza en el cerebro, y termina en una paz que sobrepasa toda comprensión”2.

Henry David Thoreau, por su parte, hace una hermosa exaltación acerca del “deambular”, palabra que según él viene de la Edad Media y se refiere a aquellos caminantes sin tierra que iban en dirección a Tierra Santa. Cuenta Thoreau que los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de ahí saunterer, “peregrino”. Sin embargo, él mismo da otra versión del deambular, que le gusta más (y que suscribo): “Hay quienes, sin embargo, derivan la palabra de sans terre, ‘sin tierra u hogar’, lo cual, en el buen sentido, significaría ‘sin un hogar en particular’, pero también, a la vez, ‘cuyo hogar está en todas partes’3.

Para Thoreau caminar era un arte y así lo vivía.

Friedrich Hölderlin, en cambio, caminaba para recuperarse, para nutrirse de la relación íntima con la naturaleza: “… disfrutó de sus vagabundeos sin que nadie le esperara, y por las noches, en los albergues, escribía las frases que se le habían ocurrido durante el día, al son dictado por sus marchas, sumido en un agradable trance. Veía sin verlo el paisaje que había atravesado, o lo veía tan solo al cabo de un rato, cuando ya se encontraba lejos”4.

“Hölderlin caminaba días enteros solo para ir a visitar a un amigo y luego regresar.” Recuerdo lo que sentí al leer esto en la hermosa biografía sobre el poeta de Peter Härtling. Lo amé profundamente. Hay allí un acto ético de la amistad.

De niña, papá nos invitaba muchos domingos a caminar por las montañas. Él solo anunciaba y nosotras, cuatro hermanas, elegíamos si íbamos o no. Yo siempre aceptaba la invitación. Es más, no dormía la noche anterior, plena de emoción. En la noche ya empezaba a oler el aire fresco y helado de la montaña que me esperaba, el olor a humedad transparente de los páramos, el sabor de las moras silvestres, los dedos congelados por las nieves del Ruiz. Esas caminatas, esos viajes por la naturaleza hacen parte de mi identidad, gracias a que los viví desde pequeña. Luego vinieron muchos otros, pero esos viajes a la montaña, siendo una niña, son para mí fundacionales.

De allí que asocie el viaje con literatura: crónicas, novelas, obras teatrales e incluso poemas que nos ponen en movimiento. Pienso en “Ítaca” de Cavafis.

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

El poema se puede leer completo acá.

Las caminatas con mi papá siempre estaban acompañadas de la palabra viajera. Esos viajes que hice de niña siempre incluían historias, relatos de la colonización antioqueña, o de las épocas en que el café era la base de la economía de la región y se enviaba para ser exportado a través de los vagones de las torres del cable que llegaba hasta Mariquita, o de las sustancias químicas que componían la lava de la garganta profunda del cráter del Ruiz. Papá era ingeniero y todo el mundo de la ciencia y la técnica le interesaba. La narración y el viaje comparten en mi recuerdo la misma naturaleza.

Y aunque el viaje tiene la misma naturaleza de la ficción, de los mundos posibles, hay viajes tan signados por la realidad que nunca consiguen alcanzar el nivel de la ficción, viajes que parecen el infierno: me refiero a las diásporas, a los desplazamientos, las huidas… ¿Dónde queda la redención de quienes tienen que huir y dejarlo todo?, ¿de quienes han tenido que improvisar la vida a cada rato y salir a escondidas con la muda de ropa que llevan puesta, poniendo a salvo la vida y reduciendo la condición humana a la simple pero precaria supervivencia?

Me viene a la memoria ese libro “urgente, cautivador y magnífico” —como lo califica Jon Lee Anderson en el prólogo— de Valeria Luiselli titulado Los niños perdidos, y lo traigo a este escrito porque creo que concentra la miseria y la realidad de los viajes sin finales, aquellos cuya motivación inicial es la huida para salvar la vida, así se corra el riesgo de perder la vida en el camino, y se hace más aterrador cuando de niños se trata:

—Pero, ¿cómo termina la historia de esas niñas perdidas? —insiste mi hija.
—No sé cómo termina— le digo.
Mi hija vuelve a la misma pregunta siempre, con esa insistencia tenaz de la que solo los niños muy chicos son capaces:
—Pero, ¿qué pasa después, mamá?
—Después, no sé 6.

Viajes literarios

Los viajes literarios, tema central de esta edición, se pueden emprender de muchas maneras: están los viajes que hace el lector encontrando conexiones entre una obra y otra, es el caso del texto de Giuseppe Caputo que podrán disfrutar los lectores en este número, titulado “Traviamento”. Los viajes hechos a través del lenguaje, como el que nos cuenta María Teresa Andruetto en la entrevista “Soy la hija de un viaje”; o los viajes a través del arte y la poesía, como al que nos invita Ramón Cote con sus bellos poemas; el viaje por la ciudad, para descubrir personajes sorprendentes, inesperados, como el de la crónica de Cristian Valencia, titulada “Un panalivio para Maricielo”.

Aquí encontrarán también reseñas de viajes diversos en los libros: viajes a la memoria, a la búsqueda del sentido de vida, al universo partiendo de la cresta de un gallo; suicidios; las desgracias, los misterios y las maravillas del continente africano; huidas y migraciones; travesías de los animales que no necesitan equipaje; cambios de identidad, museos itinerantes, viajes por el lenguaje con la intención de domarlo y lograr que exprese el flujo de la conciencia, en fin… viajes reales, viajes soñados, viajes sin retorno.

Aquí encontrarán también reseñas de viajes diversos en los libros.

¡Solo me queda desearles a los lectores una buena travesía!

 beatriz helena robledo
Beatriz Helena Robledo

Escritora, promotora de lectura e investigadora en literatura infantil y en procesos de formación lectora. Ha escrito libros de ficción y biografías.

Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Lector invitado

Traviamento

POR Giuseppe Caputo • 20 noviembre 2023

20 MINUTOS

Entre el ensayo, el collage y el diario de lecturas, este texto es un viaje literario por algunas novelas fantásticas como Canción de Navidad (Charles Dickens), Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll), El mago de Oz (L. Frank Baum), Peter Pan (J. M. Barrie) y Las crónicas de Narnia. El león, la bruja y el armario (C. S. Lewis), pero también por libros de no ficción como Hambre y seda (Herta Müller) y Regreso a Reims (Didier Eribon).

En la cama sencilla de mi infancia, durante los tiempos de mi enfermedad, que me tumbaban de repente a cada tanto, leí muchas veces Canción de Navidad, de Charles Dickens. Creo que, al día de hoy, es la historia a la que más he vuelto, el libro que más he leído. Faltando poco para el 25 de diciembre, el tirano y millonario Scrooge, de “ásperas y rígidas apariencias”, recibe la visita de un fantasma sufriente y terrible. Es su antiguo socio Marley que, “arrastrando la cadena que forjó en vida”, se aparece con una advertencia: si Scrooge no cambia, su futuro en la muerte será peor que el del compañero fallecido, mucho más larga la cadena y la tortura. Antes del encuentro, Dickens nos muestra lo gravemente repugnante que es Scrooge: no solo es mezquino y abusivo en su negocio (insulta al sobrino, “feliz a pesar de ser pobre de sobra”, y amenaza con dejar sin trabajo a Bob, su muy precarizado escribiente), sino que se atreve a decidir quién puede vivir y quién no: afirma, de ese modo, que es urgente permitir e incluso llevar a los pobres a que mueran de hambre para que descienda el exceso de población (el suyo es el más puerco y explícito fascismo).

La historia es muy conocida y ya sabemos lo que pasa. Marley ofrece a Scrooge una esperanza: si recibe la visita de tres espíritus (el de las Navidades Pasadas, el de la Navidad del Presente y el de las Navidades Futuras) y viaja con ellos en el tiempo, a lo que ha sido y será su vida, pero también a las casas de su sobrino y empleado (a la intimidad de ambos esa misma noche con sus respectivos amigos y familiares), el millonario podrá transformar su destino, evitar la condena que lo aguarda. A regañadientes, Scrooge recorre los caminos de tiempo que cada espíritu le muestra y, al final del largo viaje por su pasado intransformable y su futuro posible, y por el duro presente de las personas pobres que conoce, aprende la bondad (la bondad, escribe el propio Dickens, como capacidad de intervenir para bien en situaciones humanas) y anula su condena. El futuro será distinto.

Siempre, en los muchos regresos al libro, he pensado que el de Scrooge es un viaje de la infancia a la muerte. Lo sigo pensando, pues la propuesta de Dickens es clara: un hombre empieza a revivir (no a recordar, sino que literalmente vuelve a vivir) fragmentos de su vida, para luego previvir unos sucesos que no han ocurrido todavía (literalmente los vive de antemano): brevemente, intensamente, va del mundo y del tiempo en los que fue niño, al mundo y al tiempo en los que va a ser cadáver.

Siempre, en los muchos regresos al libro, había pensado que el de Scrooge es un viaje de la infancia a la muerte.

Hace poco, sin embargo, incapaz de leer algo distinto a libros que yo creía ya conocía muy bien, volví una vez más a Canción de Navidad. En esa ocasión, me fijé especialmente en una escena que nunca me había provocado mayor conmoción (y entonces, el recuerdo de Italo Calvino, que escribe: “Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera”). En la escena, y por obra del Espíritu de las Navidades Pasadas, Scrooge se contempla a sí mismo: está muy joven, “en la primavera de la vida”, escribe Dickens, “y ya empezaba a mostrar las señales de la avaricia”. Discute con una mujer, su pareja en ese momento, a punto de terminar la relación. “Yo he visto desaparecer tus más nobles aspiraciones”, le dice ella, “una por una, hasta que la pasión principal, la Ganancia, te ha absorbido por completo… ¿Puedo creer que elegirías a una muchacha pobre, tú, que en íntima confianza con ella solo considerarías la Ganancia?”. Scrooge balbucea, trata de defenderse, pero ella se despide: “¡Ojalá seas feliz en la vida que has elegido!”.

En la versión de la obra que leí el año pasado, de Fall River Press, Scrooge ruega al Espíritu que no lo obligue a ver más, no quiere pasar de nuevo por esa ruptura. Sin embargo, en la edición que leí de niño, adaptada a cómic, hace muchos años perdida, había algo más: Scrooge trata de hablarle desesperadamente a su yo más joven. Le grita, ya sabiendo cómo será su vida: “¡No la dejes ir! ¡Estúpido, no la dejes ir!”. El viejo llora, grita más (es consciente de su alienante soledad), pero no hay nada que pueda hacer. Lo pasado había pasado. La chica volvía a irse. Así había sido y así volvió a ocurrir ante el Espíritu de las Navidades Pasadas.

Más que un vértigo al pensar, llevado por la escena, en todo lo que es irreparable (en la imposibilidad de echar atrás y hacer undo, acudir al Control+Z, como tantas veces he hecho ya mientras escribo esto), y más que ver a Scrooge como a un viejo terriblemente arrepentido (que lo es, lo era), lo vi como a alguien con esta claridad: se había extraviado. En Llámame por tu nombre, André Aciman escribe: “Todo el mundo atraviesa un periodo de traviamento (extravío, en italiano): cuando tomamos un camino diferente en la vida, la otra vía”. Scrooge se dio cuenta de que, años antes, había tomado el otro camino. Y pensé en mi padre, inmigrante, que llegó a Puerto Colombia, muy cerca de Barranquilla, a sus veinte, luego de años de hambre en la Italia de la posguerra. En el Caribe vivió hasta su muerte, a los 72 años, y en su medio siglo de vida, gritó muchas veces, ante las terribles noticias de Colombia, ante los desencuentros permanentes con nosotros, su familia, o ante las deudas que tenía por su negocio de pinturas: “¡Me equivoqué de barco!”. Con eso quería decir que absolutamente toda su vida desde que había dejado Italia, todo lo que había hecho desde la decisión de tomar con su hermano, mi tío Ernesto, el barco Marco Polo (ese barco y no otro), todo, absolutamente todo, era la consecuencia de una decisión equivocada, definitiva e imposible de deshacer.

André Aciman escribe: “Todo el mundo atraviesa un periodo de traviamento (extravío, en italiano): cuando tomamos un camino diferente en la vida, la otra vía”.

⎯Papi, ¿cómo estás?
⎯Mal.
⎯¿Por qué?
⎯Me equivoqué de barco.


Después de Canción de Navidad, y extendido el confinamiento en Bogotá, también volví a leer Alicia en el País de las Maravillas, El mago de Oz, Peter Pan y Las crónicas de Narnia. El león, la bruja y el armario, de Lewis Carroll, L. Frank Baum, J. M. Barrie y C. S. Lewis, respectivamente. En cada libro, unas niñas se extravían (toman el otro camino) y terminan en un mundo desconocido.

Y entonces, sentada en una orilla, al borde del aburrimiento, Alicia ve a un conejo vestido con chaleco que consulta un reloj. “Al principio no le pareció extraño”, escribe Carroll, “oír que el Conejo se dijera a sí mismo: ‘¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!’”. Pero Alicia entiende luego que acaba de ver algo inédito, da un brinco y sigue al conejo hasta una madriguera. “Ahí se metió Alicia al instante”, sigue Carroll, “sin pensar ni por un solo momento cómo se las ingeniaría para volver a salir”. Y empieza a caer: “O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después… Abajo, abajo, abajo… ¿Es que nunca iba a terminar de caer?… ‘Debo de estar llegando al centro de la Tierra’, dijo Alicia en voz alta”. Pero llega al País de las Maravillas.

Luego, un huracán azota Kansas, la tierra gris donde vive Dorothy con sus tíos y su perro Toto en una casa de madera de una sola habitación. Cuando empieza a llegar el fuertísimo viento, los tíos se esconden en el sótano, pero Dorothy y Toto no alcanzan a bajar. “Entonces ocurrió algo muy extraño”, nos cuenta Baum. “La casa dio tres vueltas en redondo y, poco a poco, se elevó por los aires. Dorothy tuvo la sensación de estar en un globo”. La niña y el perro viajan kilómetros y kilómetros hasta que llegan al País de Oz, y Dorothy da un primer vistazo a ese mundo lejano: “El huracán había depositado la casa (con mucha delicadeza para ser un huracán) en medio de un paisaje de increíble belleza. Por doquier había preciosos espacios de verde césped, con soberbios árboles cargados de hermosas y deliciosas frutas. Aquí y allá destacaban parterres de espléndidas flores, y pájaros de raro y brillante plumaje cantaban y revoloteaban entre los árboles y arbustos. Un poco más lejos corría un centelleante arroyuelo entre verdes orillas, y con sus aguas parecía cantarle una agradable canción a la niña que durante tanto tiempo había vivido en medio de secas y grises llanuras”.

Por su parte, Peter Pan, quien “no quiere ser un hombre jamás”, sino “siempre pequeño para poder divertirse”, entra por la ventana del cuarto de Wendy y de sus hermanos, John y Michael. Quiere que los niños se deslicen con él a la tierra de los sueños, el País de Nunca Jamás, ubicado en la extraña pero ya muy conocida dirección: “En la segunda a la derecha y luego todo recto hasta el amanecer”. Gracias a un polvo de hadas, todos salen volando por el cielo de Londres, guiados por Peter, hasta que llegan a una isla señalada por un millón de flechas doradas. “Esto era obra de su amigo el Sol”, escribe Barrie, “que quería dejarlos bien encaminados antes del anochecer”. Allí, en la isla, viven Los Niños Perdidos, huérfanos que a cada tanto preguntan: “¿Qué es una madre?”. En cuanto llegan, Wendy y sus hermanos entienden que, aunque el País de Nunca Jamás era una invención, de pronto se hizo real. “Los tres hermanos”, explica Barrie, “descubrieron la diferencia entre una isla de mentira y esa misma isla convertida en realidad”.

En cuanto llegan, Wendy y sus hermanos entienden que, aunque el País de Nunca Jamás era una invención, de pronto se hizo real.

También por Londres, huyendo de la guerra, cuatro niños llegan a una casa muy vieja a las afueras de la ciudad; son Lucy, Edmund, Susan y Peter. Mientras juegan al escondite, Lucy entra a “una habitación que estaba totalmente vacía, a excepción de un enorme armario; uno de esos que tienen un espejo en la puerta”. La niña se esconde en el mueble, entre abrigos, “dejando la puerta abierta, desde luego, porque sabía que era una soberana tontería encerrarse en un armario” (oración que Lewis repite muchas veces a lo largo del libro y que, en esta relectura, me hizo pensar en los años de vergüenza en el clóset), pero de repente nota que algo cruje bajo sus pies. “¡Vaya, pero si son ramas de árboles!”, dice Lucy, y el narrador aclara: “Algo frío y blando le caía encima, y no tardó en descubrir que estaba de pie en medio de un bosque en plena noche con nieve bajo los pies y copos cayendo desde lo alto”. Así es como Lewis nos introduce a Narnia.

Sabemos que, en cada uno de estos mundos paralelos, hay un régimen de terror. En el País de las Maravillas está la Reina de Corazones, que tiene “un solo método para resolver los problemas, grandes o pequeños”: cortar cabezas (y al respecto, Alicia dice: “Aquí son terriblemente aficionados a decapitar, ¡y lo asombroso es que aún quede gente con vida!”). En el País de Oz están las malvadas Brujas del Este y del Oeste, que han esclavizado a los Munchkins y a los Winkies, y está, por supuesto, Oz, “el Grande y Terrible”, que tiene engañado a todo su pueblo (él mismo se sabe un farsante). En el País de Nunca Jamás está el Capitán Garfio, paseándose por la isla “cómodamente tumbado en un carro que arrastran sus hombres”, obstinado con matar a Los Niños Perdidos y a Peter Pan. Y en Narnia está la Bruja Blanca: ella ha sometido a esa tierra a cien años de invierno y convierte a sus detractores (o a cualquiera, según su antojo) en estatuas de piedra.

Casi todas estas tierras son liberadas de sus tiranos por las niñas que, luego de perderse, se quedan allá un tiempo (hacen del extravío un viaje de liberación, no tanto personal, sino de los esclavos y perseguidos). Durante una batalla feroz, y con la ayuda de Peter, Susan, Edmund y Lucy, Aslan el león mata a la Bruja Blanca. Luego de salvar a Wendy y a los demás niños, prisioneros en un barco pirata, Peter Pan empuja a Garfio al mar, donde lo espera un cocodrilo hambriento. Y en cuanto llega al País de Oz, la casa de Dorothy aplasta a la Bruja del Este, y muchas páginas después, también por accidente, la niña derrite a la Bruja del Oeste cuando le derrama agua. Pero en Alicia en el País de las Maravillas, la Reina de Corazones queda invicta: el libro termina cuando la niña, a punto de ser decapitada por orden de la tirana, despierta de su sueño.

Hacen del extravío un viaje de liberación, no tanto personal, sino de los esclavos y perseguidos.

Después de leer un libro tras otro (tirano derrocado tras tirana derrocada), sentí una frustración, una extraña tristeza al pensar que el régimen de la Reina continúa en el País de las Maravillas. Seguía escuchándola gritar: “Primero la condena, el juicio después… ¡Córtenle la cabeza!”.


Pasaron unos meses, y ya dispuesto a acercarme otra vez a obras que no hubiera leído nunca, llegué a la colección de ensayos Hambre y seda, de Herta Müller. Meses después de la relectura de Alicia, y habiendo olvidado la mencionada tristeza a causa del terror prolongado en el País de las Maravillas (¿tristeza es la palabra exacta, eso es lo que sentía?), supe, leyendo el ensayo “Sobre la frágil institución del mundo”, que cuando el dictador Nicolae Ceaușescu visitaba una ciudad en Rumania a finales del verano, sus servidores les daban una mano de pintura verde a las primeras hojas amarillas de los tilos. “Hasta las plantas dejaron de tener una existencia independiente, natural”, escribe Müller. “¿Qué queda de la naturaleza cuando suceden estas cosas? Incluso los paisajes se convertían en postales que ofrecían o fingían una belleza al servicio del poder… Ceaușescu temía tanto más la revolución de la materia del polvo, del aire, del agua cuanto más sometidas tenía a las personas”.

La imagen de aquellos servidores de la dictadura pintando de verde unas hojas amarillas me llevó de vuelta al País de las Maravillas, cuando Alicia descubre a tres jardineros pintando de rojo unas rosas blancas. “Aquí tenía que figurar un rosal rojo”, le explican a la niña, “y nosotros plantamos uno blanco por equivocación. Y resulta que, si lo descubre la Reina, nos hará cortar la cabeza”.


Durante mucho tiempo he pensado que la literatura puede cumplir ⎯y cumple muchas veces ⎯ nuestras fantasías de reparación psíquica y social.

Cuando leí el ensayo de Müller, y recordando las cabezas que aún ruedan en el País de las Maravillas por mandato de la Reina, pensé que también en lo que a veces llamamos vida real podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en la ficción. Ceaușescu, ya sabemos, fue acusado principalmente de genocidio (más de sesenta mil personas fueron asesinadas durante su régimen) y ejecutado a las afueras de Bucarest en 1989. El juicio fue primero que la condena.

pensé que también en la vida real podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en la ficción.


Y aunque el dictador no está, sus servidores quedan. En vida y en fantasía, todavía falta reparar. Me he preguntado si, en el País de las Maravillas, de haber sido decapitada la Reina, tirana de los corazones, los jardineros seguirían pintando de rojo las rosas blancas.


Por esos días, también leí Regreso a Reims, de Didier Eribon. Luego de haber escrito sobre la identidad sexual en obras como Reflexiones sobre la cuestión gay, Una moral de lo minoritario y Teorías de la literatura, Eribon indaga en ese libro por su identidad social: vuelve a la casa de su infancia, a los deseos que tenían sus padres pobres, así como a la forma de pensar y sentir de las personas con las que creció, todas pertenecientes a las clases populares; igualmente, trata de entender por qué su familia obrera, antes de voto progresista, ha estado votando por la extrema derecha en Francia; y, sobre todo, mira de frente su vergüenza social.

La herida provocada por la radical brecha entre clases de la que Eribon era muy consciente mientras crecía se va transformando en este regreso a Reims (regreso al origen) en una reflexión política movilizante. Cito un pasaje del libro: “En mi niñez, mis padres eran amigos de una pareja; el hombre trabajaba en las bodegas y la mujer era portera, en un barrio chic, de un palacete en el que vivía una de las grandes familias remenses del champagne. Vivían en la portería, cerca de las rejas de entrada. A veces íbamos a almorzar con ellos los domingos y yo jugaba con su hija en el patio ubicado delante del imponente edificio. Sabíamos que, más allá del tramo de escalones que daba acceso a la escalinata y a la puerta de entrada, coronada por una cristalera, existía otro mundo, del que solo teníamos unas pocas imágenes fugaces: un hermoso auto que llegaba, una persona vestida de un modo nunca antes visto… Pero sabíamos, con un saber prerreflexivo, en la inmediatez de la relación con el mundo, que había una diferencia entre ellos y nosotros, entre, por un lado, quienes vivían en esa casa y los amigos que los visitaban y, por el otro, los que vivían en el dos o tres ambientes que constituía la vivienda de los porteros y los allegados que recibían los días de descanso, es decir, mis padres, mi hermano y yo. ¿Cómo hubiésemos podido no ser conscientes del hecho de que existen clases sociales, tan grande era la distancia que separaba esos dos universos entre los que mediaban algunos metros? ¿Y no saber que pertenecíamos a una de ellas?… ¿Cómo no saber qué se es cuando uno ve cómo son los otros y hasta qué punto son diferentes de uno?”.

De ese pasaje, dos momentos tuvieron especial resonancia, pienso que a raíz de las lecturas que venía haciendo. Cuando Eribon escribe: “Más allá del tramo de escalones, existía otro mundo”, y cuando escribe: “Sabíamos que, en la inmediatez de la relación con el mundo, había una diferencia entre ellos y nosotros”. Entonces, si Alicia reconoce otro mundo después de caer por la madriguera; si Dorothy hace lo propio cuando es arrasada por el huracán; Wendy, cuando vuela con Peter; y Lucy, cuando entra en un armario, Eribon reconoce otro mundo más allá de una escalinata. Y al igual que todas las niñas que llegan a esos mundos paralelos, él detecta y sufre la tiranía que hay allá: “Me da asco ese mundo donde se humilla como se respira y vuelvo a sentir el odio por las relaciones de poder y las relaciones jerárquicas”.

Entonces, si Alicia reconoce otro mundo después de caer por la madriguera; si Dorothy hace lo propio cuando es arrasada por el huracán; y Wendy, cuando vuela con Peter; y Lucy, cuando entra en un armario, Eribon reconoce otro mundo más allá de una escalinata.

Es muy fácil reducir las novelas fantásticas que han hecho parte de este viaje literario al individualismo; pensar que sus protagonistas están atrapadas en su imaginación, en su propio yo. Todas, de hecho, se salen de su yo. Por eso me parece importante extraviarnos (salirnos de esa posible lectura) y tomar otro camino: destacar, sobre todo, la observación vulnerable de estas niñas, que da pie a la acción política. Entendida la tiranía que se ejerce en los otros mundos (que, por obvio que pueda parecer, están en este mismo mundo, como Eribon sabe reconocer), ellas actúan para acabar con el terror.

El segundo momento del pasaje resaltado, el de la diferencia entre ellos y nosotros, trajo de vuelta una escena de Canción de Navidad (y otra vez el recuerdo de Italo Calvino: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”). Con el Espíritu de la Navidad del Presente, Scrooge puede entrar a la precaria casa de Bob, su empleado, sin que nadie sepa que está ahí: de esa manera descubre que Bob tiene un hijo enfermo, Tim, que necesita una muleta y un aparato metálico para caminar. Y aunque, según Dickens, el viejo millonario es “más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial”, lo vemos ablandarse. Entonces pregunta al Espíritu si Tim vivirá, a lo que este le regresa las terribles palabras que Scrooge pronuncia al inicio de la novela: “Si muere, hará bien, porque así disminuirá el exceso de población”. Como Scrooge parece arrepentido, el Espíritu continúa: “Deja esa malvada hipocresía hasta que hayas descubierto cuál es el exceso y dónde está” (se refiere, claro, a la acumulación de su fortuna). “¿Vas a decir quiénes deben vivir y quiénes deben morir? ¡Oh, Dios! ¡Oír al insecto sobre la hoja decidir acerca de la vida de sus hermanos hambrientos!”

En todo el viaje que hace Scrooge de su infancia a la muerte, quizás es la visión del pequeño Tim lo que más claramente provoca su transformación: el viejo, entre otros actos, sube el salario de Bob y apadrina generosamente al niño. Pero a diferencia de Alicia, El mago de Oz, Peter Pan y Narnia, Canción de Navidad sí se queda en el mundo del individualismo. Esta, más que ser una historia sobre la caridad desde la cual empieza a actuar una sola persona (que lo es), o sobre el aprendizaje de la bondad, como escribí al inicio, es la historia de un tirano que vive en el mundo “más allá del tramo de escalones”, para seguir con Eribon, y vislumbra cómo su riqueza afecta y determina al “mundo de la portería, cerca de las rejas de entrada”. Scrooge termina entendiendo la relación entre ambas clases sociales; lamentablemente no entiende que la caridad individual deja la relación y las circunstancias de ambos mundos intacta.


La frustración que sentí cuando Alicia despierta y deja allá, en un suspenso prolongado, la tiranía de la Reina, es más grave, más triste y rabiosa, cuando pienso en la tiranía que queda intacta en Canción de Navidad: es la misma tiranía del Regreso a Reims, la misma tiranía que nos sigue empobreciendo. Scrooge cambia, pero no “ese mundo donde se humilla como se respira”, para insistir en Eribon. Pero ya hemos visto que, en lo que a veces llamamos vida real, podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en los libros de ficción o en las novelas de fantasía.

Hay, en el País de las Maravillas, una duquesa que le busca moraleja a todo. “No hay cosa sin moraleja”, dice, “solo se precisa dar con ella”. Y aunque Alicia se atreve a decir: “Puede que no haya moraleja”, creo que en esta ocasión sí que la hay: si nos salimos del mundo del individualismo, de todas las tiranías nos podemos liberar.

 Giuseppe Caputo
Giuseppe Caputo

Fue uno de los escritores seleccionados en la lista del Hay Festival Bogotá 39 de 2017 y es el autor de las novelas Un mundo huérfano y Estrella madre.

Fotografía Juan Diego Muñoz Vélez
Fotografía Juan Diego Muñoz Vélez
Libro al viento

Un viaje por la promoción y mediación de lectura

POR María Alejandra Tamayo Arango • 20 noviembre 2023

7 minutos

Los viajes pueden ser un sinnúmero de cosas, pero en el fondo todos tienen en común la transformación; se es uno al emprenderlos, otro en el camino y otro al finalizarlos; por ello, se hace tan urgente contarlos, transmitirlos, procesarlos en compañía. Ahora bien, lo dicho no es tarea fácil, ya que existen infinitas maneras: puede hacerse por sensaciones, lugares, personajes, cronologías, entre muchas otras formas. Por mi parte, compartiré mi viaje como promotora de lectura de Libro al Viento a través de retos que plasmaron algunas experiencias significativas para mí.

El primer reto del viaje fue despertar una consciencia respecto a prejuicios que tenía sobre la lectura. Aquí se hace necesario mencionar que tuve el privilegio de pertenecer a una familia conformada por lectores y contadores de historias, que habían hecho de ello no solo un placer, sino también una profesión. En consecuencia, siempre estuve rodeada de libros y me encantaba escuchar y crear historias. No obstante, a medida que fui creciendo, mi perspectiva se fue distorsionando y los libros pasaron a ser la fuente de “verdadero” conocimiento. Fue así como dejé de lado cuentos, novelas, poemas que me habían apasionado y centré mi interés estrictamente en libros académicos, especialmente de Ciencias Sociales. Empecé a desestimar lo que otro tipo de textos podría brindarme, construí un discurso que reducía perspectivas distintas a la mía sobre la lectura.

Viviendo esta “etapa”, estudié en la universidad Sociología motivada por hallar algo que me formara para aportar a la transformación social, que me gustara, que me permitiera trabajar con personas y que me aproximara al área educativa, que siempre me inquietó. Al finalizar la carrera, me vi en la necesidad de conseguir trabajo, y, después de realizar unos talleres sobre la independencia de Colombia en una biblioteca infantil de un colegio, me encontré con la oportunidad de vincularme a Libro al Viento. Recuerdo lo significativo que fue para mí ver las actividades de mis compañeros. Trabajaban con distintas poblaciones a lo largo y ancho de Bogotá en lugares como plazas de mercado, universidades, bibliotecas comunitarias, hospitales y pagadiarios 1, entre otros. Sus actividades desmontaron muchos de mis imaginarios. En primer lugar, el eje de estas no era el libro en sí mismo, más bien aquel era un medio para, a través de variadas estrategias, abrir conversaciones en las que cualquiera podría participar. El libro entonces dejó de ser la única fuente de conocimiento, porque también lo eran las personas y sus vivencias. Igualmente, a partir de esta experiencia recuperé algo que había demeritado: cómo la lectura puede ser una construcción de un intenso sentido colectivo, porque es un diálogo con ideas, sentimientos y saberes expresados por otros que pueden trasladar al lector a mundos y posibilidades nunca planteadas o hacerlo sentir identificado con personajes, situaciones, contextos.

Las siguientes paradas de mi viaje fueron los títulos de Libro al Viento. Hubo varios que ya conocía gracias a actividades del proyecto en parques, lanzamientos en ferias del libro de Bogotá y su presencia en casas de familiares. Recuerdo especialmente Versiones del Bogotazo y Bogotá contada. Mi primera lectura de los títulos de esta colección fue, desde una perspectiva individual, limitada por mis prejuicios, pero a la vez inquieta por el proyecto. Pero para mi segunda lectura, yo ya no solo era una lectora, era además una lectora-promotora que ya estaba posicionada, esta vez, desde mi amor por la lectura y la relación de este con otras personas. Esto generó un mayor disfrute de los libros al viento que ya conocía y de los que no, como La dicha de la palabra dicha o Pütchi Biyá Ûai. Descubrí, además, que de mi “condición” de lectora-promotora comenzaron a surgir unos nuevos cuestionamientos en mis lecturas: ¿cómo transmitir mi amor por la lectura?, ¿qué herramientas utilizo?, ¿cómo escoger los libros?, ¿cómo transformar desde mi labor?, ¿cómo evocar realidades a través de los libros?

Aquellas y otras inquietudes permitieron que me diera cuenta a través de las conversaciones, los juegos, las lecturas compartidas y las preguntas en mis actividades, de que otros, al igual que yo, tenían prejuicios frente a los libros, lo que Chimamanda Ngozi Adichie llama “historias únicas”, es decir, una sola versión excluyente que surge de los prejuicios que crean discursos hegemónicos, y que no representa la multiplicidad de sujetos y de voces. Escuchaba entonces expresiones frente a la lectura como: “yo no leo bien”, “eso es para los que estudiaron”, “me da pena”, entre muchas más, las cuales develaron para mí el carácter profundamente libertario y transformador de un proyecto como Libro al Viento. Y es que, a través de la apropiación del proyecto que hacen los gestores culturales, los promotores y los bibliotecarios, además de los ciudadanos que abren espacios con Libro al Viento, se promueve la empatía, mientras se lucha contra una serie de prejuicios en torno al libro y la lectura que son suscitados por lógicas sociales que reprimen la posibilidad de que las personas accedan al capital cultural que les permita nutrir su proceso de conformar perspectivas propias.

El viaje por Libro al Viento, que aún no ha terminado, me ha enseñado que la promoción de lectura es un proceso que también surge de posibilitar una atmósfera de confianza en la que la gente pueda compartir sus saberes, disfrutar, aprender, enseñar y construir.

María Alejandra Tamayo Arango

Socióloga, promotora y mediadora de lectura con énfasis en Conflicto Armado Colombiano y magíster en Educación con énfasis en Desarrollo Humano y Valores.