Editorial

Leer la naturaleza | Leer desde la naturaleza | Leernos en la naturaleza

POR Juan Álvarez • 31 marzo 2025

8 Minutos

Hay una idea que planea cada vez con más fuerza en los espacios de formación: la alfabetización tradicional ––aprender a leer y a escribir––, la alfabetización republicana (digamos), es insuficiente. Por eso se habla de la necesidad de empezar a formar a niñas y niños en lenguaje de programación ––los países desarrollados ya lo hacen––, de tal modo que puedan hacer parte de la disputa en construcción que es y seguirá siendo la Internet. Se habla también de la urgencia de formar en lectura de medios de comunicación y de redes sociales, porque el entramado comunicativo se ha hecho a tal grado complejo que no basta con informarse, como hace dos siglos (digamos), ahora es necesario comprender los lugares de intereses y de enunciación de los dueños de los medios masivos, los dueños de las aplicaciones de redes sociales, los periodistas de portales autogestionados, los influencers, los troles y otra pléyade de sujetos sociales que configuran la trama diversificada (algo más diversificada que hace dos siglos, digamos) y heterogénea que es hoy la esfera pública global. 

Se habla también de la urgencia de formar en lectura de medios de comunicación y de redes sociales, porque el entramado comunicativo se ha hecho a tal grado complejo que no basta con informarse

En este orden de ideas, quizás sea posible pensar también un nuevo escenario de lectura y sensibilización crucial para nuestro futuro: la naturaleza. (Quién lo iba a decir.)

Ahora bien, ¿qué puede significar para nosotros, hoy en día, la lectura de la naturaleza? ¿La leemos a ella, leemos desde ella, nos leemos en ella? ¿Tiene sentido, acaso, preguntarnos qué lee la naturaleza en nosotros una vez empezamos nuestra descomposición?

En respuesta a la invitación de Fundalectura e Idartes para editar un número de la revista Tinta Impresa, me puse en la tarea de construir un grupo de lecturas y reseñas, e invitar a escribir y a hablar a un grupo de autoras, con la esperanza de que la juntanza de ambas operaciones haga brotar cierta chispa de comprensión: tal vez intentar leer la naturaleza sea una forma de huir del paradigma de su dominación; quizás intentar leernos desde la naturaleza sea el primer lance de un giro espiritual que nos urge como especie si queremos contestar con inteligencia a la emergencia climática que empieza a devorarnos; a lo mejor, es mi esperanza, volcar los saberes del arte sobre la naturaleza sea una oportunidad de volver sobre lo comunitario y en esa trocha abandonar el deseo desquiciado de conquistar Marte e intentar sanar acá en la Tierra.

Tal vez intentar leer la naturaleza sea una forma de huir del paradigma de su dominación

He buscado cómo esbozar aquí, en pocas palabras, en conjunto, sin desmembrar, cada uno de los elementos que componen esta juntanza, y he encontrado que la mejor manera es acercándole a todo, a cada verso, los versos del poema “Animal de invierno”, que son del poeta peruano José Watanabe, publicados originalmente en el libro Cosas del cuerpo de 1999.

Animal de invierno 

Otra vez es tiempo de ir a la montaña a buscar una cueva para hibernar.

Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas son como huevos vacíos donde recojo mi carne y olvido.


Nuevamente veré en las faldas del macizo vetas minerales como nervios petrificados, tal vez en tiempos remotos fueron recorridos
 por escalofríos de criatura viva.


Hoy, después de millones de años, la montaña
 está fuera del tiempo, y no sabe
 cómo es nuestra vida
 ni cómo acaba.

Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro
 en su perfecta indiferencia
 y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.  

He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.


En este mundo pétreo
 nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo
 y me tocaré
 y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
 sabré
 que aún no soy la montaña.

Me interesa la primera imagen de la hibernación y de la montaña porque están en el núcleo del ensayo “La tonada del viento en los oídos”, escrito por Catalina Navas, lo que en principio parece contradictorio porque el ensayo de Catalina gira en torno al movimiento ––caminar, correr, oír la montaña––, pero no el movimiento que conduce a lugares o solventa urgencias, sino un movimiento contrario, el movimiento hacia la detención (una disposición), hacia la contemplación inoficiosa, y en ese sentido la hibernación de los animales, la pausa en la existencia de quienes han tenido la inteligencia de preservar, innata, la instrucción genética que les dice es hora de vivir la detención.

La segunda estrofa es un recorrido: imágenes de piedra viva para que entendamos de qué modo es cierto que la montaña está fuera del tiempo. También es un recorrido lo que terminó escribiendo Doris Suárez en “Andares”. Con Doris, firmante de paz, ya habíamos trabajadoo. Es una de las contadoras de Naturaleza común: relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación (2021). A raíz de esa colaboración, seguimos conversando, y siempre quise que me contara, nos contara, con detalle, cómo fueron esos primeros meses en la guerrilla, cuando pensó darse cuenta que no estaba curtida para trochear por la montaña, porque el trajín era muy bravo y las fuerzas no le alcanzaban.

El giro crucial del poema es la tercera estrofa: entregarse a la idea de ser de otra sustancia. No sé por qué imagino que el fuego es de otra sustancia. Es como si la metáfora antigua de los cuatro elementos se me mantuviera viva en el fuego. Imágenes de incendios forestales en el primer mundo fue lo que acordamos que leería la poeta Tania Ganitsky, esto a raíz de que en casa leímos El fuego que quería recordar (2021), un ensayo-poema corto, publicado como el Cuaderno #4 del Laboratorio de creación de una de las decenas de maravillosas becas de escritura de Idartes. Acertamos, porque esa lectura de Tania nos deja esta pregunta (y con ella basta): ¿Qué se quema cuando arde el corazón de un árbol?

Es como si la metáfora antigua de los cuatro elementos se me mantuviera viva en el fuego

Si el cuerpo es la parte blanda de la montaña, las faldas de la montaña son la parte fértil de la montaña. Llegué a entrevistar a Rosa Poveda, y a conocer sobre su evangelio de la soberanía alimentaria y la semilla criolla, a través de Doris Suárez. Doris me habló de Rosa porque entre mujeres verracas fácil se reconocen. Quizás también porque le conté que estaba pensando en los distintos ángulos en lo que es posible practicar la lectura de la naturaleza como nueva alfabetización vital para las generaciones por venir. Rosa encarna el ecofeminismo popular. En Rosa viven saberes pasados por el cuerpo. Rosa es casi el verso que se convierte en montaña. 

El conjunto de libros reseñados son, en buena medida (excepto las novedades recomendadas por los libreros), la bibliografía de partida del proyecto de investigación y apropiación social del conocimiento que existe detrás de Naturaleza común, donde nos encontramos con excombatientes para preguntarles por su experiencia en la naturaleza durante los años del conflicto armado y para intentar entender, despacio, a través del relato, cómo ocurrió que el medio ambiente fue víctima, pero también beneficiario paradójico, de ese conflicto que nuestra sociedad sigue sin conseguir desentrañar. Este número lo cierra el texto de Iván Murcia, promotor de lectura de Libro al Viento, quien nos cuenta de qué manera, durante la pandemia, a partir de una experiencia social en el barrio San Cristóbal, armó un club de lectura llamado “Agrolecturas y Biochismes” para encontrar los saberes y prácticas huerteras con la lectura. 

Disfruten las hojas, el alfabeto de la vida, antes de que estas también empiecen a caer.

Juan Álvarez
Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Editorial

El arte de caminar

POR Beatriz Helena Robledo • 20 noviembre 2023

18 Minutos

Viajar es poner en suspenso la realidad. Quizás allí esté su mejor encanto. El viajero se desprende de las coordenadas que le signan un espacio y un tiempo controlados, reglados, y casi siempre marcados por los de los otros con quienes convive.

Cuando era madre joven con niñas pequeñas, los viajes me producían una sensación ambigua pero grata. Por un lado, sentía que recuperaba el tiempo, que el tiempo era de nuevo mío y que el espacio estaba signado por el azar, por lo inesperado, y eso me generaba emoción. Una adrenalina que me revitalizaba y me sacaba de las rutinas diarias obligatorias. Por supuesto, también me generaba culpa, porque, es extraño, las madres siempre tenemos culpa. Es algo cultural y educativo y que viene de sometimientos muy atávicos, y pesa. Sin embargo, para aliviar la culpa, trataba de suplir mis ausencias con el lenguaje: les narraba a mis hijas los viajes con los lentes del detalle, les describía las escenas, las personas, los paisajes. Y espero —aún hoy— que esas ausencias hayan sido cubiertas por la magia de la palabra.

No todo el mundo es viajero por naturaleza. Hay algo del viaje que produce miedo o cansancio, y no me detendré en estos sentimientos porque no los conozco de primera mano. He escuchado de personas cercanas a las que permanecer en el mismo lugar les da seguridad y los tranquiliza. El ser humano, por fortuna, es diverso y complejo.


No todo el mundo es viajero por naturaleza.

Viajera por trabajo

Viajar por asuntos laborales, en mi caso, me ha traído grandes satisfacciones, me ha permitido conocer mucha gente con costumbres e ideas muy distintas. Pero el viaje también me queda en el recuerdo, esa variedad de sonidos, de entonaciones, de olores de cada lugar: el de la salinidad de las playas, el de la humedad, el del musgo, el de una escuela clavada en la montaña; el olor a aceite quemado de las terminales de buses, en contraste con los matices de los perfumes del duty free, que me dejan mareada; el olor a pescado frito de los pueblos a orillas de los ríos o el sabor picante mezclado con la acidez del tomate de los pueblos mexicanos. También imágenes tan nítidas que aún hoy, después de muchos años, puedo cerrar los ojos y verlas, sentirlas (y que además las fotografías me ayudan a recordar): un rebaño de ovejas en Marulanda (Caldas) que atraviesa la carretera en la cima de la montaña helada; una montaña dorada, erguida en su orgullo milenario y a los pies un sembrado verde, fértil, un viñedo en el valle del Elqui en Chile; los mercados atiborrados de dulces caseros en el sur de Chile, de mariscos frescos conservados en montañas de hielo en el market de Seattle; el puesto de chorizos, longanizas, salchichones, como una apología fálica instalada en el inconsciente colectivo en el mercado de Porto Alegre (Brasil); el colorido de las frutas y verduras en México; la sagrada majestuosidad de La Huasteca en Monterrey; una niña durmiendo a su muñeca dentro de un libro en un pueblo perdido en las montañas de Caldas; una cascada transparente que ruge cerca de Mocoa (Putumayo); o la sensación que produce navegar por el río Amazonas y sentirse en el mar al no ver las orillas.

También esos viajes me han permitido conocer de cerca la realidad social de este país. Tengo imágenes reveladoras en diferentes momentos de su historia política. Copio del diario que acostumbraba llevar en mis correrías por las zonas más apartadas, entregando libros, organizando bibliotecas, evaluando programas:

La cadencia de las ciclas al pasar genera un aire de tranquilo sosiego que no tiene nada que ver con las historias del campo sobre los muchachos, los enfrentamientos continuos entre la guerrilla y el ejército, los bombardeos a los cuales la gente ya se ha acostumbrado. San José parece un nido abandonado en la selva, pero protegido en su interior. Ver pasar a los adolescentes charlando al ritmo de un pedaleo lento no tiene relación con el acto cruel y violento que sucedió el año pasado cuando los muchachos fueron emboscados por el ejército. Venían caminando por una trocha y fueron bombardeados. Cientos de ellos murieron, fue terrible, cuenta la inspectora de planeación. Antes los muchachos ni siquiera terminaban el colegio. Si perdían el año se iban para el monte. Ahora prefieren irse a raspar coca. Se hacen diez, quince mil pesos diarios. Incluso las niñas se enamoraban y se iban. Ya no es tanto. Ahora los atrae más la coca. En Miraflores, por ejemplo. ¡Ah, Miraflores! Hay algo mágico y alucinante en Miraflores. Su calle principal es el aeropuerto. Vi la fotografía en el Instituto de Cultura. Al lado y lado de una pista hay tres hileras de casas. Esa fotografía fue animada por diversos comentarios que lo hacen a uno querer ir a Miraflores, pero ir allí es muy costoso. El solo viaje cuesta más de treinta mil pesos [1994]. Solo se puede ir en avión. La entrada por el río significa mínimo una vuelta de tres días. Allí todo vale mucho dinero. Perfumes finos, ropa importada, restaurantes donde le preparan lo que pida, vida de bonanza, espejismos que brillan y deslumbran. Allí tenemos un bachillerato agrícola. “Se imagina qué les vamos a enseñar a cultivar, si tendrían que competir con el cultivo de la coca”, afirma el secretario de Educación Departamental. […] En Miraflores quedó una caja viajera en la estación de bomberos. ¿Qué será de esa caja? ¿Qué será de esos libros?

San José parece un nido abandonado en la selva, pero protegido en su interior.

Encuentro también entre mis notas estas, sobre un viaje de trabajo con muchachos desvinculados del conflicto, confinados en un hogar transitorio en Bucaramanga:

Después trabajamos las siluetas tamaño natural para luego hacer creación de personajes. Esto les entusiasma. Se apoyan: uno dibuja al otro y viceversa. Algunos muchachos, los más inseguros quizás, dicen que no quieren. Sin embargo, poco a poco se van animando. Apoyo el trabajo de cada uno orientándolos en la construcción del personaje: quién es, cómo se llama, qué hace, dónde vive, con quién vive, cómo es su manera de ser. Ponemos varios materiales a su disposición: témperas, marcadores, crayones, colores, lanas, papeles de colores. Andrés dibuja un karateca, Alberto Amado pregunta si puede hacer un uniforme camuflado, le digo que claro, que si eso es lo que quiere, qué colores necesita. Pide verde, negro y amarillo. Supongo que va a pintar a un guerrillero, pero dibuja un soldado. Se concentra tanto que dura toda la tarde vistiendo a su personaje. Leonel se va solo a un cuarto y crea a Juan, un señor de veinticinco años que trabaja en un taller de motos. A Juan le gusta la mecánica. Arnold trabaja con Lina desde el comienzo. Entre los dos construyen el personaje de una secretaria, alegre, buena persona, que vive con su esposo y sus hijos y pasa los días sentada en un computador. Juan Esteban empieza a hacer el personaje de un nadador. Le pinta su pantaloneta de baño. Prepara el color para la piel, pero no le sale el rosado que esperaba sino un morado que asocia con la muerte. Decide ahogar al nadador. Juan Esteban venía de un grupo paramilitar.

Supongo que va a pintar a un guerrillero, pero dibuja un soldado.

Viajar a pie

Otros son los viajes a pie. De esos me he alimentado no solo en vivo sino a través del testimonio escrito de los caminantes. Desde Viaje a pie de Fernando González, pasando por Caminar, de Thoreau, por la biografía de Hölderlin, hasta llegar a Stevenson. Hay mucha sabiduría en esos textos, que son como diarios llenos de reflexión, y todos coinciden en cómo la mente, el espíritu y la imaginación se activan al caminar. Y más aún si caminamos en medio de la naturaleza. En Viaje a pie, Fernando González se burla de todo, tanto así que fue prohibido por el arzobispo de Medellín y también por el obispo de Manizales por “atacar los fundamentos de la religión y la moral con ideas evolucionistas y hacer una burla sacrílega de los dogmas de la fe”1. Además de la libertad que le da el camino entre Medellín y Manizales para expresar todos sus pensamientos sobre la época, la sociedad y la Iglesia, en este libro Fernando González nos invita a un viaje por nosotros mismos y a descubrir el ritmo propio, la capacidad del cuerpo y la libertad del pensamiento.

Fernando González nos invita a un viaje por nosotros mismos .

Robert Louis Stevenson, por su parte, es muy acertado al afirmar que “para gozar de modo apropiado una caminata, esta debe hacerse solo. […] pues su esencia es la libertad; porque uno debe poder detenerse o continuar, seguir este camino o aquel otro, según el capricho del momento; y, sobre todo, porque debemos ir a nuestro propio paso […] también debemos estar abiertos a todas las impresiones y dejar que nuestros pensamientos tomen el color de lo que estamos viendo. Debemos ser como el humo de la pipa a merced del viento […] No debe oírse un cacareo de voces alrededor, que rompa el meditativo silencio de la mañana; y en la medida en que un hombre esté razonando, no puede entregarse a esa fina embriaguez que produce el moverse al aire libre, que comienza con un deslumbramiento y una pereza en el cerebro, y termina en una paz que sobrepasa toda comprensión”2.

Henry David Thoreau, por su parte, hace una hermosa exaltación acerca del “deambular”, palabra que según él viene de la Edad Media y se refiere a aquellos caminantes sin tierra que iban en dirección a Tierra Santa. Cuenta Thoreau que los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de ahí saunterer, “peregrino”. Sin embargo, él mismo da otra versión del deambular, que le gusta más (y que suscribo): “Hay quienes, sin embargo, derivan la palabra de sans terre, ‘sin tierra u hogar’, lo cual, en el buen sentido, significaría ‘sin un hogar en particular’, pero también, a la vez, ‘cuyo hogar está en todas partes’3.

Para Thoreau caminar era un arte y así lo vivía.

Friedrich Hölderlin, en cambio, caminaba para recuperarse, para nutrirse de la relación íntima con la naturaleza: “… disfrutó de sus vagabundeos sin que nadie le esperara, y por las noches, en los albergues, escribía las frases que se le habían ocurrido durante el día, al son dictado por sus marchas, sumido en un agradable trance. Veía sin verlo el paisaje que había atravesado, o lo veía tan solo al cabo de un rato, cuando ya se encontraba lejos”4.

“Hölderlin caminaba días enteros solo para ir a visitar a un amigo y luego regresar.” Recuerdo lo que sentí al leer esto en la hermosa biografía sobre el poeta de Peter Härtling. Lo amé profundamente. Hay allí un acto ético de la amistad.

De niña, papá nos invitaba muchos domingos a caminar por las montañas. Él solo anunciaba y nosotras, cuatro hermanas, elegíamos si íbamos o no. Yo siempre aceptaba la invitación. Es más, no dormía la noche anterior, plena de emoción. En la noche ya empezaba a oler el aire fresco y helado de la montaña que me esperaba, el olor a humedad transparente de los páramos, el sabor de las moras silvestres, los dedos congelados por las nieves del Ruiz. Esas caminatas, esos viajes por la naturaleza hacen parte de mi identidad, gracias a que los viví desde pequeña. Luego vinieron muchos otros, pero esos viajes a la montaña, siendo una niña, son para mí fundacionales.

De allí que asocie el viaje con literatura: crónicas, novelas, obras teatrales e incluso poemas que nos ponen en movimiento. Pienso en “Ítaca” de Cavafis.

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

El poema se puede leer completo acá.

Las caminatas con mi papá siempre estaban acompañadas de la palabra viajera. Esos viajes que hice de niña siempre incluían historias, relatos de la colonización antioqueña, o de las épocas en que el café era la base de la economía de la región y se enviaba para ser exportado a través de los vagones de las torres del cable que llegaba hasta Mariquita, o de las sustancias químicas que componían la lava de la garganta profunda del cráter del Ruiz. Papá era ingeniero y todo el mundo de la ciencia y la técnica le interesaba. La narración y el viaje comparten en mi recuerdo la misma naturaleza.

Y aunque el viaje tiene la misma naturaleza de la ficción, de los mundos posibles, hay viajes tan signados por la realidad que nunca consiguen alcanzar el nivel de la ficción, viajes que parecen el infierno: me refiero a las diásporas, a los desplazamientos, las huidas… ¿Dónde queda la redención de quienes tienen que huir y dejarlo todo?, ¿de quienes han tenido que improvisar la vida a cada rato y salir a escondidas con la muda de ropa que llevan puesta, poniendo a salvo la vida y reduciendo la condición humana a la simple pero precaria supervivencia?

Me viene a la memoria ese libro “urgente, cautivador y magnífico” —como lo califica Jon Lee Anderson en el prólogo— de Valeria Luiselli titulado Los niños perdidos, y lo traigo a este escrito porque creo que concentra la miseria y la realidad de los viajes sin finales, aquellos cuya motivación inicial es la huida para salvar la vida, así se corra el riesgo de perder la vida en el camino, y se hace más aterrador cuando de niños se trata:

—Pero, ¿cómo termina la historia de esas niñas perdidas? —insiste mi hija.
—No sé cómo termina— le digo.
Mi hija vuelve a la misma pregunta siempre, con esa insistencia tenaz de la que solo los niños muy chicos son capaces:
—Pero, ¿qué pasa después, mamá?
—Después, no sé 6.

Viajes literarios

Los viajes literarios, tema central de esta edición, se pueden emprender de muchas maneras: están los viajes que hace el lector encontrando conexiones entre una obra y otra, es el caso del texto de Giuseppe Caputo que podrán disfrutar los lectores en este número, titulado “Traviamento”. Los viajes hechos a través del lenguaje, como el que nos cuenta María Teresa Andruetto en la entrevista “Soy la hija de un viaje”; o los viajes a través del arte y la poesía, como al que nos invita Ramón Cote con sus bellos poemas; el viaje por la ciudad, para descubrir personajes sorprendentes, inesperados, como el de la crónica de Cristian Valencia, titulada “Un panalivio para Maricielo”.

Aquí encontrarán también reseñas de viajes diversos en los libros: viajes a la memoria, a la búsqueda del sentido de vida, al universo partiendo de la cresta de un gallo; suicidios; las desgracias, los misterios y las maravillas del continente africano; huidas y migraciones; travesías de los animales que no necesitan equipaje; cambios de identidad, museos itinerantes, viajes por el lenguaje con la intención de domarlo y lograr que exprese el flujo de la conciencia, en fin… viajes reales, viajes soñados, viajes sin retorno.

Aquí encontrarán también reseñas de viajes diversos en los libros.

¡Solo me queda desearles a los lectores una buena travesía!

 beatriz helena robledo
Beatriz Helena Robledo

Escritora, promotora de lectura e investigadora en literatura infantil y en procesos de formación lectora. Ha escrito libros de ficción y biografías.