Crónica

Andares

POR Doris Suárez Guzmán • 21 abril 2025

11 MINUTOS

Fui guerrillera de base, es decir, no fui mando en las Farc-Ep. He olvidado, quizás por un mecanismo de defensa, los nombres de las veredas, de las personas que conocí y con las que anduve. Ahí está, sin embargo, en mi cabeza, el lodazal que me recibió hace más de tres décadas y que le mostró, a mis pies semiurbanos, de inmediato, desde el primer día, quién era quién. Me veo en la ancha oscuridad, marchando con mis camaradas, en fila, silenciosos, envueltos en sombras y aromas, guiados por el débil resplandor del culo oscilante de las luciérnagas y por una vanguardia intuitiva que aún en la más cerrada oscuridad olfateaba el peligro y conversaba frentera con la naturaleza.

Cuando fui a las escuelas de formación en los frentes ví hombres y mujeres sonrientes, alegres, a pesar de que la parca rondaba esos lugares como parte de la casa y sin aspavientos. Quizás era que tener conciencia de la finitud nos hacía menos serios con la vida. La guerrillerada se divertía, soñaba con un mundo mejor, cantaba y contaba hazañas, rebautizaba los espacios, las personas y las cosas. Esta codificación del mundo se ideó inicialmente para despistar las interceptaciones e inteligencias enemigas, pero después quedó también el gustito por sentir las cosas y las personas como algo familiar y cercano, nuestro, nombrado por nosotros. Así los veía a ellos: risueños, festivos, y yo soñaba con ser parte de ese mundo. Los mitos, como bien sabemos, son modelos que nos marcan, nos orientan y dan sentido a nuestra existencia.  

Quizás era que tener conciencia de la finitud nos hacía menos serios con la vida

Cuando me enfrenté a mi primera marcha larga terminé gastada, exhausta, desmoronada físicamente y con congoja por mi falta de destreza en el terreno. Miro hacia atrás y me veo lidiando con un par de botas que se me escapaban de los pies mientras daba zancadas de funámbula, sobrepasada por el peso del equipo y del fusil en bandolera, de tal manera que cada paso que daba era una pelea contra la montaña y una pelea contra mí misma, contra mi frustración enorme por retrasar la marcha de esa tropa que podía andar esos caminos tranquilamente, incluso a pata limpia, por trochas donde a veces ni siquiera podían pasar las mulas. Yo, en cambio, con la paciencia que da la convicción, intentaba asegurar lentamente mis zancadas entre el barro que se había formado después de varios días de lluvia chiquita. Así o más o menos hasta que no aguanté más y zas… la bota quedó estancada, el pie hundido en el lodazal; y me tocó volver a meterlo con la media pegajosa de barro y la rabia desgranándoseme en lágrimas. Continué la marcha, obviamente puteando pasito y pensando: “aquí terminaron mis aspiraciones de enguerrillarme”. Entonces. con mucha vergüenza, lo manifesté:   

––Camarada, creo que esto no es para mí. Sencillamente el terreno me quedó grande.

Ya desde entonces me gustaba el lema: “si no vas a ayudar, por lo menos no estorbes”. Así me sentía yo, como un estorbo rotundo de medias emparamadas.  

El camarada, a quien le decíamos a sottovoce “el pitufito” (no sé por qué uso la expresión a sottovoce, será porque me gustan las expresiones que a veces leo y aprendo), era un hombre pequeño y menudo con cara de misionero. Esa vez, cuando acabamos aquella primera marcha larga y reveladroa, me dio lo que en Farc conocíamos coloquialmente como “una charla”, es decir, una reflexión que hace algún mando sobre un tema específico, algo así como una reconvención fraterna. El pitufito empezó a reflexionar con paciencia sobre la sacrificada historia de la lucha de los pueblos en el mundo, luego pasó a la de los marquetalianos y sin ningún reproche aterrizó suavemente en el campamento,   poniéndome como ejemplo a otros camaradas que, al igual que yo, al ingresar a la guerrilla marchaban dando tumbos, cayéndose como borrachos unos cuantos metros antes de llegar al lugar de destino.

––Y ahora véalos ––me dijo mientras señalaba a algunos  con satisfacción ––, son excelentes guerrilleros. 

Así, mientras enumeraba y comparaba, con enorme naturalidad, como sin pretender convencerme, me hizo imaginar que algún día yo podía ser como ellos. Paciencia, trabajo y moral, fue su consejo final. 

Y me esforzaba, pero a veces tenían que empujarme el equipo para terminar de subir las largas y resbalosas cuestas de las montañas. Yo había agarrado la manía de ir preguntando en las marchas si ya íbamos a llegar. Ellos siempre me susurraban “ya casi”, y ese “ya casi” podían ser horas enteras trepando. Los guerrilleros campesinos me veían frágil, o quizás floja, pero nadie se burlaba. O al menos no de frente, y eso me consolaba. En esos momentos lo único que añoraba era un ligero reposo, lograr llegar al campamento que sabía acurrucado a enormes árboles, rodeado de agua clara, en donde iba y venía la vida ondulante; encontrar una risa, una limonada, una certeza.

En la adolescencia, las montañas colombianas tenían para mí un significado mítico. Eran un lugar de secretos, de pequeños héroes olvidados y también de caminantes anónimos que no dejaron mayor huella. Un lugar de caballeros andantes que deambulaban en un mundo jerárquico con valores cimentados en lo colectivo, que luchaban contra gigantes en medio de una naturaleza deslumbrante y cromática circundada por la miseria y la pobresia derramada en el verde infinito.  

Viví varios años en pos del mito, coqueteándole, siguiéndole los pasos, doliéndome de sus pérdidas y celebrando sus avances, y cuando finalmente lo alcancé empecé a comprenderlo de otra manera. Ahora que desando ese mundo palpitante al que me acerqué fascinada, ahora que ya no estoy en la mullida caleta hecha con troncos y helechos, sin más compañía que un fusil, trato de agarrar algunos fragmentos errantes. Veo que las montañas dejaron de ser un lugar secreto, idílico, de bosques sublimes, alboradas inolvidables y lluvias románticas que rodaban silenciosas. Ese verde que, como un golpe, me cayó encima en la primera marcha, tiene significados que emite constantemente, pero no son legibles para cualquiera, se necesita algo más que ‘canicas en los ojos’ para traducirlos. Vivir en la guerrilla y en la mata fue conocer personas de extracción campesina con un sentido asombroso para leer la naturaleza: para ellos todo era diferente o se asemejaba a algo: paisajes, trochas, ríos, arboles, el musgo sobre las cortezas, hasta el caminar de las nubes les decía algo, y ese algo que les decía era definitivo para nuestra supervivencia. Algo aprendí de andar con esos lectores, quizás lo más importante que he aprendido en mi vida, y sin embargo, lo que en mí era técnica o se convirtió en técnica con dolor y dificultad, en ellos era simplemente arte. 

Vivir en la guerrilla y en la mata fue conocer personas de extracción campesina con un sentido asombroso para leer la naturaleza

La mayor parte de los días en la guerrilla se iban en realizar pequeñas tareas, empalizar caminos, cargar leña para la rancha, hacer chontos (letrinas), asear el campamento, bañarse, estudiar, escuchar noticias, coser equipos o remendar la ropa, comer y caminar. Una rutina que, en un primer momento, asocié con la de las ‘amas de casa’. Generalmente, cuando a los niños se les pregunta “¿y tu mamá que hace?”, casi siempre responden “nada, mi mamá no hace nada, está en la casa”, y bien sabemos ya, por fortuna, que las multiples tareas que se hacen en el hogar casi nunca se reconocen. A veces, cuando me preguntan cómo era un día normal en la guerrilla, me dan ganas de responder como el niño, pero esa rutina nuestra era engañosa, con grandes tensiones y ritmos bruscos, y desde luego, como las rutinas de las mujeres que cuidan los hogares, lejos de ser lo que ve la mirada indiferente que no ve nada.

También he estado pensando que en algún lugar dentro de mí se concentran los duelos que no he terminado de elaborar, uno de ellos el del camarada Roger, ‘rollito’, como le decíamos, un colega de marchas sobre el que ya escribí y con el que entendí que la milenaria transmisión oral del conocimiento sigue siendo válida, hermosa, muchas veces más propicia que la misma escritura para llevarle el pálpito a la naturaleza, cuyo lenguaje puede ser bullicioso, vocinglero, escurridizo, también opaco, manifestado en parte a través de esconderse. Antes de conocer a Roger yo era sorda y poco observadora. Quizás no he dejado de serlo, como tampoco he terminado mis duelos, pero después de andar con rollito supe al menos del privilegio de escuchar la naturaleza en un registro iluminado: los aromas de las plantas, el canto de los pájaros, el grosor de los árboles, el tamaño de las piedras; también el terreno grabado en su olfato y hasta en sus manos gruesas que enjalmaban con suavidad a las bestias. 

Antes de conocer a Roger yo era sorda y poco observadora. Quizás no he dejado de serlo, como tampoco he terminado mis duelos

En homenaje a Roger escribí el relato “Un lector de la naturaleza”, publicado en 2021 en un volumen colectivo que hicimos junto a otros firmantes de paz bajo el título de Naturaleza común: relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación. (Lo consiguen fácil en Internet porque es para descarga libre). Cuando estaba en prisión solía decir, a modo de broma, que me llevaran un pato y pañales tena porque estaba casi convencida de que no saldría de la cárcel,  aunque qué va, eso era de dientes pa fuera, porque los humanos somos seres de esperanza y yo me imaginaba que algún día  regresaría a las montañas, aunque no acabó siendo así.

Ahora intento escribir sobre mí y sobre mis primeras dificultades en las primeras marchas y en aquellas primeras escuelas de formación, donde sufrí y estuve a punto de desfallecer antes de conocer personas, olfatos, táctos y lecturas de la naturaleza que iban a salvarme la vida en la trocha e iban a enriquecerme la vida en el mito: Roger fue el mito encarnado y el mito no eran meras  abstracciones. Aquella vida marchando  en  la naturaleza en medio de las rutinas del campamento es la vida que hoy pretendo desandar y que quizás siga  reconstruyendo por escrito más adelante. Por ahora estoy embarcada en un proyecto productivo y colectivo que me enamora y me apasiona, pero sigo comprometida con la vida, con los recuerdos y con ese país incluyente y equitativo con el que soñé y por el que una vez agarré pal monte.

Doris Suárez Guzmán
Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Crónica

Un panalivio para Maricielo

POR Cristian Valencia • 21 noviembre 2023

10 MINUTOS

Maricielo tiene la voz convencida y ronca como la de una cantante de tangos de cantina barrial. Su rostro tiene marcas de la vida y de los viajes, esas marcas que son exclusivas de caminantes y pioneros. Bien podría ser una artista de vodevil itinerante, y tal vez lo sea. Hoy en día está en Medellín por los azares de la pandemia, pero su hogar de paso ha sido Bogotá durante los últimos cuatro años. Bogotá y sus calles, Bogotá y sus historias, Bogotá y su Biblioteca Carlos E. Restrepo.

Nació en Lima y, por tanto, es limeña. Una limeña fundamental, icónica, solo que no tiene alma de tradición ni le repican las castañuelas de ningún tacón. La vida de Maricielo se parece más a un panalivio, ese lamento peruano y negro que nació a escondidas en las trastiendas de las casas señoriales del siglo XVIII y a fuerza de cantar verdades en los bailes fue un ritmo declarado inmoral y convertido en clandestino. Es como el blues peruano, que casi siempre remata sus estrofas con tres palabras, como para decir amén: panalivio, malivio san.

Maricielo llegó a Bogotá en 2017. Para entonces tenía 51 años, toda una héroe solitaria y adulta; una Ulises sin Penélope tejiendo nada. Desde hace muchos años se gana la vida vendiendo golosinas en los semáforos de las calles, aunque es profesional en derecho de la universidad de San Martín de Porres, en Lima, y aunque haya sido capitán del Ejército Nacional de la República del Perú. Con estas pocas señas de la señora Maricielo Torres Bustamante, cualquiera podría suponer lo obvio: que es un caso más de drogas y excesos, uno de esos destinos malogrados. Pero en ella nada es obvio.

Con estas pocas señas de la señora Maricielo Torres Bustamante, cualquiera podría suponer lo obvio: que es un caso más de drogas y excesos, uno de esos destinos malogrados. Pero en ella nada es obvio.

En las calles de Bogotá se enteró, por una noticia, de la biblioteca Carlos E. Restrepo: acababa de ser condecorada como la mejor biblioteca del país. Cuando la encontró no le pareció una edificación extraordinaria, pero apenas entró se sintió en casa: “Allí hay espacio para todos, hasta para una persona como yo, que a veces estoy tan desaliñada”. Y se sintió en casa porque en ella habita la poesía. No la rima fácil, no el artificio ni la técnica, sino la humana poesía. La profunda, la que lleva y trae noticias asombrosas de nosotros mismos.

Hay que decirlo, porque es importante para entender sus razones fundamentales de vida: Maricielo nació hombre un 16 de mayo de 1965. Hijo de una familia de clase media peruana como cualquiera, solo que desde muy pequeña se dio cuenta de que no estaba contenta con lo que le había tocado en suerte: ni disfrutaba los juegos rudos de sus compañeros, ni de esas conversaciones de machitos adolescentes. Y como se sentía fuera de lugar se fue refugiando en la literatura por descarte. Las historietas primero, los cuentos de Perrault, El principito, los piratas de Salgari, las aventuras de Julio Verne. Se hizo bachiller sin novedad y emprendió el camino de las leyes en la universidad San Martín, donde se daría cuenta de que el mundo es diverso y posible. Se aficionó a la literatura de manera irremediable, y se hizo adicta a grandes escritores homosexuales. Le encanta Capote, porque sus palabras son bisturí, y Oscar Wilde, por ser contundente y verdadero. En el fondo sentía que en algún momento de su vida tendría la obligación de ser tan verdadera como ellos, personas sin doble vida y sin secretos. Pero siguió jugando el juego, se tituló en derecho y al cabo de unos años ingresó al Ejército del Perú como profesional, donde trabajaría durante ocho años con el grado de capitán. Hasta que se le hizo insoportable sostener la dualidad y se retiró para asumir su verdadera identidad. Maricielo Torres Bustamante, la poeta.

Y como se sentía fuera de lugar se fue refugiando en la literatura por descarte. Las historietas primero, los cuentos de Perrault, El principito, los piratas de Salgari, las aventuras de Julio Verne.

En ese camino de estrógenos para despertar su cuerpo de mujer, se le fue todo lo conseguido hasta entonces. “Dejé de ser abogado, porque quiero que me digan doctora y no doctor”. Esa es su razón, aunque también sabe que dejó de serlo porque nadie contrataría a una abogada transgénero ni en el Perú ni en ninguna parte de América Latina. Así que empezó a vender golosinas en la calle y se hizo defensora de las mujeres, de los travestis, de los marginados. Solo cabe en el mundo de los que nada pretenden. Ella dice que, cuando consigue algo, siempre viene un evento cósmico que lo enloda todo y lo enturbia. Apenas se conoció su historia apareció en escena la morbosa curiosidad de los medios. La bautizaron el Capitán Maricielo. Le hicieron reportajes en televisión, en prensa, en radio. Y disfrutó de su fama hasta que la empezaron a caricaturizar en un programa de humor barato. Acabaron con ella, con su lucha de años y se hizo errante.

La bautizaron el Capitán Maricielo.

Primero viajó a São Paulo. Dice que no se pudo comunicar con esa ciudad porque es de lujo: “No hay vendedores callejeros”. Luego se fue a Buenos Aires durante los meses de invierno y le encantó: “Buenos Aires es una ciudad distópica, como Bogotá, pero distinta en su distopía porque en Colombia todo el mundo comparte su rareza, las ciudades te hablan. En Buenos Aires eres tú solita con tu bufanda, tu mate y tu libro en un parque. Punto. Nadie se mete contigo”. Se la pasaba en la Biblioteca del Congreso hasta medianoche. Y cuando agotó su momento en Buenos Aires le tocó el turno a Bogotá. “De no haber sido por la Carlos E. Restrepo me habría ido hace tiempo”, dice. Todos los días durante estos últimos cuatro años trabajaba la calle hasta que hacía lo del día y luego se iba a la biblioteca. En poco tiempo se hizo entrañable para todos. Asistía al café literario de los sábados con Ruth Pereira, y comenzó a dictar ad honorem un taller sobre derechos fundamentales a la luz de la constitución del 91. Pero llegó la pandemia y todo se fue al traste. Ella cree que todo se derrumba inexplicablemente por causa de su sino trágico.

Maricielo conoce y entiende la tradición poética del Perú. Sabe de Blanca Varela, por ejemplo, la de “Curriculum vitae”: “digamos que ganaste la carrera / y que el premio / era otra carrera / que no bebiste el vino de la victoria / sino tu propia sal / que jamás escuchaste vítores / sino ladridos de perros / y que tu sombra / tu propia sombra / fue tu única / y desleal competidora”. Sabe y conoce la poesía de José Watanabe, Antonio Cisneros, Carmen Ollé, Rossella Di Paolo. Y claro que leyó a César Vallejo hasta el cansancio. “No leer a Vallejo en el Perú es como no hablar de Gardel cuando se habla de tango en la Argentina”, dice. Está convencida de que fue Vallejo y no Rubén Darío el fundador del modernismo en Hispanoamérica porque fue el primero en usar palabras y modismos del castellano coloquial.

Cuando Maricielo recita “Los heraldos negros”, lo hace con una carga de verdad emocional tan fuerte que simplemente parecen escritos por ella. Su voz de tanguera antigua interpreta con maestría cada imagen porque toda su alma habita el universo de esos heraldos de Vallejo:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Maricielo se hizo a una habitación en el barrio San Bernardo, que tiene la peor reputación en Bogotá. Sus vecinos pueden ser ladrones de poca monta o jíbaros o prostitutas o cartoneros y a ella no le importa. Ella no juzga. Ella convive, ella mira, ella enseña, ella aprende. Ella escribe con el alma primero. Maricielo encuentra la belleza en otras calles, en otros rumbos, como los poetas malditos. Como Rimbaud, que sentó a la belleza en sus piernas y la encontró amarga. Como Baudelaire y sus Flores del mal; como Verlaine y su oda a lo grotesco.

Ella convive, ella mira, ella enseña, ella aprende. Ella escribe con el alma primero.

A veces maldice de la calle. Dice que no soporta más: que está vieja y está cansada y está triste y está sola. Y cuando eso le pasa, cuando así se siente, la embarga la oscura, la otra que la habita, la que usa palos en la rueda y tijeras en las alas. Y quizá, solo quizás, en esa dicotomía que vive a diario habita toda la potencia de su poesía. Su obra se escribe con el tiempo en cuadernos que atesora. Escribe a mano siempre. Y cuando lee lo suyo parece que desenfundara un revólver cargado con una sola bala que apunta a su propia sien:

Quiero ser mala
Mujer
Quiero tener el honor de ser
Mujer maldita
La legión, los lobos y la luna llena
Ser una afrodita pintada de azul
Sin cabeza
Sin tetas
Sin nada
Desde niña me decían
Te llamarás María

Cuando termina de leer se queda escuchando, ¿quién sabe?, tal vez los latidos de su corazón, tal vez “las caídas hondas de los Cristos del alma”.

Y panalivo, malivio san.

 cristian valencia
Cristian Valencia

Escritor y periodista. Obtuvo el Premio Simón Bolívar de Periodismo 2017. Su última novela se titula Érase una vez en el Chocó.