Ilustración Santiago Guevara
Ilustración Santiago Guevara
Lector invitado

Traviamento

POR Giuseppe Caputo • 20 noviembre 2023

20 MINUTOS

Entre el ensayo, el collage y el diario de lecturas, este texto es un viaje literario por algunas novelas fantásticas como Canción de Navidad (Charles Dickens), Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll), El mago de Oz (L. Frank Baum), Peter Pan (J. M. Barrie) y Las crónicas de Narnia. El león, la bruja y el armario (C. S. Lewis), pero también por libros de no ficción como Hambre y seda (Herta Müller) y Regreso a Reims (Didier Eribon).

En la cama sencilla de mi infancia, durante los tiempos de mi enfermedad, que me tumbaban de repente a cada tanto, leí muchas veces Canción de Navidad, de Charles Dickens. Creo que, al día de hoy, es la historia a la que más he vuelto, el libro que más he leído. Faltando poco para el 25 de diciembre, el tirano y millonario Scrooge, de “ásperas y rígidas apariencias”, recibe la visita de un fantasma sufriente y terrible. Es su antiguo socio Marley que, “arrastrando la cadena que forjó en vida”, se aparece con una advertencia: si Scrooge no cambia, su futuro en la muerte será peor que el del compañero fallecido, mucho más larga la cadena y la tortura. Antes del encuentro, Dickens nos muestra lo gravemente repugnante que es Scrooge: no solo es mezquino y abusivo en su negocio (insulta al sobrino, “feliz a pesar de ser pobre de sobra”, y amenaza con dejar sin trabajo a Bob, su muy precarizado escribiente), sino que se atreve a decidir quién puede vivir y quién no: afirma, de ese modo, que es urgente permitir e incluso llevar a los pobres a que mueran de hambre para que descienda el exceso de población (el suyo es el más puerco y explícito fascismo).

La historia es muy conocida y ya sabemos lo que pasa. Marley ofrece a Scrooge una esperanza: si recibe la visita de tres espíritus (el de las Navidades Pasadas, el de la Navidad del Presente y el de las Navidades Futuras) y viaja con ellos en el tiempo, a lo que ha sido y será su vida, pero también a las casas de su sobrino y empleado (a la intimidad de ambos esa misma noche con sus respectivos amigos y familiares), el millonario podrá transformar su destino, evitar la condena que lo aguarda. A regañadientes, Scrooge recorre los caminos de tiempo que cada espíritu le muestra y, al final del largo viaje por su pasado intransformable y su futuro posible, y por el duro presente de las personas pobres que conoce, aprende la bondad (la bondad, escribe el propio Dickens, como capacidad de intervenir para bien en situaciones humanas) y anula su condena. El futuro será distinto.

Siempre, en los muchos regresos al libro, he pensado que el de Scrooge es un viaje de la infancia a la muerte. Lo sigo pensando, pues la propuesta de Dickens es clara: un hombre empieza a revivir (no a recordar, sino que literalmente vuelve a vivir) fragmentos de su vida, para luego previvir unos sucesos que no han ocurrido todavía (literalmente los vive de antemano): brevemente, intensamente, va del mundo y del tiempo en los que fue niño, al mundo y al tiempo en los que va a ser cadáver.

Siempre, en los muchos regresos al libro, había pensado que el de Scrooge es un viaje de la infancia a la muerte.

Hace poco, sin embargo, incapaz de leer algo distinto a libros que yo creía ya conocía muy bien, volví una vez más a Canción de Navidad. En esa ocasión, me fijé especialmente en una escena que nunca me había provocado mayor conmoción (y entonces, el recuerdo de Italo Calvino, que escribe: “Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera”). En la escena, y por obra del Espíritu de las Navidades Pasadas, Scrooge se contempla a sí mismo: está muy joven, “en la primavera de la vida”, escribe Dickens, “y ya empezaba a mostrar las señales de la avaricia”. Discute con una mujer, su pareja en ese momento, a punto de terminar la relación. “Yo he visto desaparecer tus más nobles aspiraciones”, le dice ella, “una por una, hasta que la pasión principal, la Ganancia, te ha absorbido por completo… ¿Puedo creer que elegirías a una muchacha pobre, tú, que en íntima confianza con ella solo considerarías la Ganancia?”. Scrooge balbucea, trata de defenderse, pero ella se despide: “¡Ojalá seas feliz en la vida que has elegido!”.

En la versión de la obra que leí el año pasado, de Fall River Press, Scrooge ruega al Espíritu que no lo obligue a ver más, no quiere pasar de nuevo por esa ruptura. Sin embargo, en la edición que leí de niño, adaptada a cómic, hace muchos años perdida, había algo más: Scrooge trata de hablarle desesperadamente a su yo más joven. Le grita, ya sabiendo cómo será su vida: “¡No la dejes ir! ¡Estúpido, no la dejes ir!”. El viejo llora, grita más (es consciente de su alienante soledad), pero no hay nada que pueda hacer. Lo pasado había pasado. La chica volvía a irse. Así había sido y así volvió a ocurrir ante el Espíritu de las Navidades Pasadas.

Más que un vértigo al pensar, llevado por la escena, en todo lo que es irreparable (en la imposibilidad de echar atrás y hacer undo, acudir al Control+Z, como tantas veces he hecho ya mientras escribo esto), y más que ver a Scrooge como a un viejo terriblemente arrepentido (que lo es, lo era), lo vi como a alguien con esta claridad: se había extraviado. En Llámame por tu nombre, André Aciman escribe: “Todo el mundo atraviesa un periodo de traviamento (extravío, en italiano): cuando tomamos un camino diferente en la vida, la otra vía”. Scrooge se dio cuenta de que, años antes, había tomado el otro camino. Y pensé en mi padre, inmigrante, que llegó a Puerto Colombia, muy cerca de Barranquilla, a sus veinte, luego de años de hambre en la Italia de la posguerra. En el Caribe vivió hasta su muerte, a los 72 años, y en su medio siglo de vida, gritó muchas veces, ante las terribles noticias de Colombia, ante los desencuentros permanentes con nosotros, su familia, o ante las deudas que tenía por su negocio de pinturas: “¡Me equivoqué de barco!”. Con eso quería decir que absolutamente toda su vida desde que había dejado Italia, todo lo que había hecho desde la decisión de tomar con su hermano, mi tío Ernesto, el barco Marco Polo (ese barco y no otro), todo, absolutamente todo, era la consecuencia de una decisión equivocada, definitiva e imposible de deshacer.

André Aciman escribe: “Todo el mundo atraviesa un periodo de traviamento (extravío, en italiano): cuando tomamos un camino diferente en la vida, la otra vía”.

⎯Papi, ¿cómo estás?
⎯Mal.
⎯¿Por qué?
⎯Me equivoqué de barco.


Después de Canción de Navidad, y extendido el confinamiento en Bogotá, también volví a leer Alicia en el País de las Maravillas, El mago de Oz, Peter Pan y Las crónicas de Narnia. El león, la bruja y el armario, de Lewis Carroll, L. Frank Baum, J. M. Barrie y C. S. Lewis, respectivamente. En cada libro, unas niñas se extravían (toman el otro camino) y terminan en un mundo desconocido.

Y entonces, sentada en una orilla, al borde del aburrimiento, Alicia ve a un conejo vestido con chaleco que consulta un reloj. “Al principio no le pareció extraño”, escribe Carroll, “oír que el Conejo se dijera a sí mismo: ‘¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!’”. Pero Alicia entiende luego que acaba de ver algo inédito, da un brinco y sigue al conejo hasta una madriguera. “Ahí se metió Alicia al instante”, sigue Carroll, “sin pensar ni por un solo momento cómo se las ingeniaría para volver a salir”. Y empieza a caer: “O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después… Abajo, abajo, abajo… ¿Es que nunca iba a terminar de caer?… ‘Debo de estar llegando al centro de la Tierra’, dijo Alicia en voz alta”. Pero llega al País de las Maravillas.

Luego, un huracán azota Kansas, la tierra gris donde vive Dorothy con sus tíos y su perro Toto en una casa de madera de una sola habitación. Cuando empieza a llegar el fuertísimo viento, los tíos se esconden en el sótano, pero Dorothy y Toto no alcanzan a bajar. “Entonces ocurrió algo muy extraño”, nos cuenta Baum. “La casa dio tres vueltas en redondo y, poco a poco, se elevó por los aires. Dorothy tuvo la sensación de estar en un globo”. La niña y el perro viajan kilómetros y kilómetros hasta que llegan al País de Oz, y Dorothy da un primer vistazo a ese mundo lejano: “El huracán había depositado la casa (con mucha delicadeza para ser un huracán) en medio de un paisaje de increíble belleza. Por doquier había preciosos espacios de verde césped, con soberbios árboles cargados de hermosas y deliciosas frutas. Aquí y allá destacaban parterres de espléndidas flores, y pájaros de raro y brillante plumaje cantaban y revoloteaban entre los árboles y arbustos. Un poco más lejos corría un centelleante arroyuelo entre verdes orillas, y con sus aguas parecía cantarle una agradable canción a la niña que durante tanto tiempo había vivido en medio de secas y grises llanuras”.

Por su parte, Peter Pan, quien “no quiere ser un hombre jamás”, sino “siempre pequeño para poder divertirse”, entra por la ventana del cuarto de Wendy y de sus hermanos, John y Michael. Quiere que los niños se deslicen con él a la tierra de los sueños, el País de Nunca Jamás, ubicado en la extraña pero ya muy conocida dirección: “En la segunda a la derecha y luego todo recto hasta el amanecer”. Gracias a un polvo de hadas, todos salen volando por el cielo de Londres, guiados por Peter, hasta que llegan a una isla señalada por un millón de flechas doradas. “Esto era obra de su amigo el Sol”, escribe Barrie, “que quería dejarlos bien encaminados antes del anochecer”. Allí, en la isla, viven Los Niños Perdidos, huérfanos que a cada tanto preguntan: “¿Qué es una madre?”. En cuanto llegan, Wendy y sus hermanos entienden que, aunque el País de Nunca Jamás era una invención, de pronto se hizo real. “Los tres hermanos”, explica Barrie, “descubrieron la diferencia entre una isla de mentira y esa misma isla convertida en realidad”.

En cuanto llegan, Wendy y sus hermanos entienden que, aunque el País de Nunca Jamás era una invención, de pronto se hizo real.

También por Londres, huyendo de la guerra, cuatro niños llegan a una casa muy vieja a las afueras de la ciudad; son Lucy, Edmund, Susan y Peter. Mientras juegan al escondite, Lucy entra a “una habitación que estaba totalmente vacía, a excepción de un enorme armario; uno de esos que tienen un espejo en la puerta”. La niña se esconde en el mueble, entre abrigos, “dejando la puerta abierta, desde luego, porque sabía que era una soberana tontería encerrarse en un armario” (oración que Lewis repite muchas veces a lo largo del libro y que, en esta relectura, me hizo pensar en los años de vergüenza en el clóset), pero de repente nota que algo cruje bajo sus pies. “¡Vaya, pero si son ramas de árboles!”, dice Lucy, y el narrador aclara: “Algo frío y blando le caía encima, y no tardó en descubrir que estaba de pie en medio de un bosque en plena noche con nieve bajo los pies y copos cayendo desde lo alto”. Así es como Lewis nos introduce a Narnia.

Sabemos que, en cada uno de estos mundos paralelos, hay un régimen de terror. En el País de las Maravillas está la Reina de Corazones, que tiene “un solo método para resolver los problemas, grandes o pequeños”: cortar cabezas (y al respecto, Alicia dice: “Aquí son terriblemente aficionados a decapitar, ¡y lo asombroso es que aún quede gente con vida!”). En el País de Oz están las malvadas Brujas del Este y del Oeste, que han esclavizado a los Munchkins y a los Winkies, y está, por supuesto, Oz, “el Grande y Terrible”, que tiene engañado a todo su pueblo (él mismo se sabe un farsante). En el País de Nunca Jamás está el Capitán Garfio, paseándose por la isla “cómodamente tumbado en un carro que arrastran sus hombres”, obstinado con matar a Los Niños Perdidos y a Peter Pan. Y en Narnia está la Bruja Blanca: ella ha sometido a esa tierra a cien años de invierno y convierte a sus detractores (o a cualquiera, según su antojo) en estatuas de piedra.

Casi todas estas tierras son liberadas de sus tiranos por las niñas que, luego de perderse, se quedan allá un tiempo (hacen del extravío un viaje de liberación, no tanto personal, sino de los esclavos y perseguidos). Durante una batalla feroz, y con la ayuda de Peter, Susan, Edmund y Lucy, Aslan el león mata a la Bruja Blanca. Luego de salvar a Wendy y a los demás niños, prisioneros en un barco pirata, Peter Pan empuja a Garfio al mar, donde lo espera un cocodrilo hambriento. Y en cuanto llega al País de Oz, la casa de Dorothy aplasta a la Bruja del Este, y muchas páginas después, también por accidente, la niña derrite a la Bruja del Oeste cuando le derrama agua. Pero en Alicia en el País de las Maravillas, la Reina de Corazones queda invicta: el libro termina cuando la niña, a punto de ser decapitada por orden de la tirana, despierta de su sueño.

Hacen del extravío un viaje de liberación, no tanto personal, sino de los esclavos y perseguidos.

Después de leer un libro tras otro (tirano derrocado tras tirana derrocada), sentí una frustración, una extraña tristeza al pensar que el régimen de la Reina continúa en el País de las Maravillas. Seguía escuchándola gritar: “Primero la condena, el juicio después… ¡Córtenle la cabeza!”.


Pasaron unos meses, y ya dispuesto a acercarme otra vez a obras que no hubiera leído nunca, llegué a la colección de ensayos Hambre y seda, de Herta Müller. Meses después de la relectura de Alicia, y habiendo olvidado la mencionada tristeza a causa del terror prolongado en el País de las Maravillas (¿tristeza es la palabra exacta, eso es lo que sentía?), supe, leyendo el ensayo “Sobre la frágil institución del mundo”, que cuando el dictador Nicolae Ceaușescu visitaba una ciudad en Rumania a finales del verano, sus servidores les daban una mano de pintura verde a las primeras hojas amarillas de los tilos. “Hasta las plantas dejaron de tener una existencia independiente, natural”, escribe Müller. “¿Qué queda de la naturaleza cuando suceden estas cosas? Incluso los paisajes se convertían en postales que ofrecían o fingían una belleza al servicio del poder… Ceaușescu temía tanto más la revolución de la materia del polvo, del aire, del agua cuanto más sometidas tenía a las personas”.

La imagen de aquellos servidores de la dictadura pintando de verde unas hojas amarillas me llevó de vuelta al País de las Maravillas, cuando Alicia descubre a tres jardineros pintando de rojo unas rosas blancas. “Aquí tenía que figurar un rosal rojo”, le explican a la niña, “y nosotros plantamos uno blanco por equivocación. Y resulta que, si lo descubre la Reina, nos hará cortar la cabeza”.


Durante mucho tiempo he pensado que la literatura puede cumplir ⎯y cumple muchas veces ⎯ nuestras fantasías de reparación psíquica y social.

Cuando leí el ensayo de Müller, y recordando las cabezas que aún ruedan en el País de las Maravillas por mandato de la Reina, pensé que también en lo que a veces llamamos vida real podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en la ficción. Ceaușescu, ya sabemos, fue acusado principalmente de genocidio (más de sesenta mil personas fueron asesinadas durante su régimen) y ejecutado a las afueras de Bucarest en 1989. El juicio fue primero que la condena.

pensé que también en la vida real podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en la ficción.


Y aunque el dictador no está, sus servidores quedan. En vida y en fantasía, todavía falta reparar. Me he preguntado si, en el País de las Maravillas, de haber sido decapitada la Reina, tirana de los corazones, los jardineros seguirían pintando de rojo las rosas blancas.


Por esos días, también leí Regreso a Reims, de Didier Eribon. Luego de haber escrito sobre la identidad sexual en obras como Reflexiones sobre la cuestión gay, Una moral de lo minoritario y Teorías de la literatura, Eribon indaga en ese libro por su identidad social: vuelve a la casa de su infancia, a los deseos que tenían sus padres pobres, así como a la forma de pensar y sentir de las personas con las que creció, todas pertenecientes a las clases populares; igualmente, trata de entender por qué su familia obrera, antes de voto progresista, ha estado votando por la extrema derecha en Francia; y, sobre todo, mira de frente su vergüenza social.

La herida provocada por la radical brecha entre clases de la que Eribon era muy consciente mientras crecía se va transformando en este regreso a Reims (regreso al origen) en una reflexión política movilizante. Cito un pasaje del libro: “En mi niñez, mis padres eran amigos de una pareja; el hombre trabajaba en las bodegas y la mujer era portera, en un barrio chic, de un palacete en el que vivía una de las grandes familias remenses del champagne. Vivían en la portería, cerca de las rejas de entrada. A veces íbamos a almorzar con ellos los domingos y yo jugaba con su hija en el patio ubicado delante del imponente edificio. Sabíamos que, más allá del tramo de escalones que daba acceso a la escalinata y a la puerta de entrada, coronada por una cristalera, existía otro mundo, del que solo teníamos unas pocas imágenes fugaces: un hermoso auto que llegaba, una persona vestida de un modo nunca antes visto… Pero sabíamos, con un saber prerreflexivo, en la inmediatez de la relación con el mundo, que había una diferencia entre ellos y nosotros, entre, por un lado, quienes vivían en esa casa y los amigos que los visitaban y, por el otro, los que vivían en el dos o tres ambientes que constituía la vivienda de los porteros y los allegados que recibían los días de descanso, es decir, mis padres, mi hermano y yo. ¿Cómo hubiésemos podido no ser conscientes del hecho de que existen clases sociales, tan grande era la distancia que separaba esos dos universos entre los que mediaban algunos metros? ¿Y no saber que pertenecíamos a una de ellas?… ¿Cómo no saber qué se es cuando uno ve cómo son los otros y hasta qué punto son diferentes de uno?”.

De ese pasaje, dos momentos tuvieron especial resonancia, pienso que a raíz de las lecturas que venía haciendo. Cuando Eribon escribe: “Más allá del tramo de escalones, existía otro mundo”, y cuando escribe: “Sabíamos que, en la inmediatez de la relación con el mundo, había una diferencia entre ellos y nosotros”. Entonces, si Alicia reconoce otro mundo después de caer por la madriguera; si Dorothy hace lo propio cuando es arrasada por el huracán; Wendy, cuando vuela con Peter; y Lucy, cuando entra en un armario, Eribon reconoce otro mundo más allá de una escalinata. Y al igual que todas las niñas que llegan a esos mundos paralelos, él detecta y sufre la tiranía que hay allá: “Me da asco ese mundo donde se humilla como se respira y vuelvo a sentir el odio por las relaciones de poder y las relaciones jerárquicas”.

Entonces, si Alicia reconoce otro mundo después de caer por la madriguera; si Dorothy hace lo propio cuando es arrasada por el huracán; y Wendy, cuando vuela con Peter; y Lucy, cuando entra en un armario, Eribon reconoce otro mundo más allá de una escalinata.

Es muy fácil reducir las novelas fantásticas que han hecho parte de este viaje literario al individualismo; pensar que sus protagonistas están atrapadas en su imaginación, en su propio yo. Todas, de hecho, se salen de su yo. Por eso me parece importante extraviarnos (salirnos de esa posible lectura) y tomar otro camino: destacar, sobre todo, la observación vulnerable de estas niñas, que da pie a la acción política. Entendida la tiranía que se ejerce en los otros mundos (que, por obvio que pueda parecer, están en este mismo mundo, como Eribon sabe reconocer), ellas actúan para acabar con el terror.

El segundo momento del pasaje resaltado, el de la diferencia entre ellos y nosotros, trajo de vuelta una escena de Canción de Navidad (y otra vez el recuerdo de Italo Calvino: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”). Con el Espíritu de la Navidad del Presente, Scrooge puede entrar a la precaria casa de Bob, su empleado, sin que nadie sepa que está ahí: de esa manera descubre que Bob tiene un hijo enfermo, Tim, que necesita una muleta y un aparato metálico para caminar. Y aunque, según Dickens, el viejo millonario es “más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial”, lo vemos ablandarse. Entonces pregunta al Espíritu si Tim vivirá, a lo que este le regresa las terribles palabras que Scrooge pronuncia al inicio de la novela: “Si muere, hará bien, porque así disminuirá el exceso de población”. Como Scrooge parece arrepentido, el Espíritu continúa: “Deja esa malvada hipocresía hasta que hayas descubierto cuál es el exceso y dónde está” (se refiere, claro, a la acumulación de su fortuna). “¿Vas a decir quiénes deben vivir y quiénes deben morir? ¡Oh, Dios! ¡Oír al insecto sobre la hoja decidir acerca de la vida de sus hermanos hambrientos!”

En todo el viaje que hace Scrooge de su infancia a la muerte, quizás es la visión del pequeño Tim lo que más claramente provoca su transformación: el viejo, entre otros actos, sube el salario de Bob y apadrina generosamente al niño. Pero a diferencia de Alicia, El mago de Oz, Peter Pan y Narnia, Canción de Navidad sí se queda en el mundo del individualismo. Esta, más que ser una historia sobre la caridad desde la cual empieza a actuar una sola persona (que lo es), o sobre el aprendizaje de la bondad, como escribí al inicio, es la historia de un tirano que vive en el mundo “más allá del tramo de escalones”, para seguir con Eribon, y vislumbra cómo su riqueza afecta y determina al “mundo de la portería, cerca de las rejas de entrada”. Scrooge termina entendiendo la relación entre ambas clases sociales; lamentablemente no entiende que la caridad individual deja la relación y las circunstancias de ambos mundos intacta.


La frustración que sentí cuando Alicia despierta y deja allá, en un suspenso prolongado, la tiranía de la Reina, es más grave, más triste y rabiosa, cuando pienso en la tiranía que queda intacta en Canción de Navidad: es la misma tiranía del Regreso a Reims, la misma tiranía que nos sigue empobreciendo. Scrooge cambia, pero no “ese mundo donde se humilla como se respira”, para insistir en Eribon. Pero ya hemos visto que, en lo que a veces llamamos vida real, podemos cumplir esas fantasías de reparación que no cumplimos en los libros de ficción o en las novelas de fantasía.

Hay, en el País de las Maravillas, una duquesa que le busca moraleja a todo. “No hay cosa sin moraleja”, dice, “solo se precisa dar con ella”. Y aunque Alicia se atreve a decir: “Puede que no haya moraleja”, creo que en esta ocasión sí que la hay: si nos salimos del mundo del individualismo, de todas las tiranías nos podemos liberar.

 Giuseppe Caputo
Giuseppe Caputo

Fue uno de los escritores seleccionados en la lista del Hay Festival Bogotá 39 de 2017 y es el autor de las novelas Un mundo huérfano y Estrella madre.