El mundo de Cristina · Andrew Wyeth
Es poco lo que sabemos de ti: que tu provincia se reduce a una casa de madera y a un granero situados en lo alto de una colina, que en los veranos tienes por costumbre contemplarlos a tres pájaros de distancia, apoyando tus brazos sobre la tierra como un templo al que se le hubieran torcido las columnas de los extremos, que allí, entre los tallos de trigo, no te visitan ángeles sino cientos de saltamontes, que tienes polio y que te llamas Cristina.
Si estos datos parecen suficientes, entonces por qué nos equivocamos durante tantos años creyendo que el día en que nos dejaras ver el color de tus ojos revelaríamos tu misterio, en lugar de pensar que las contadas cosas que miras detenidamente levantando la cabeza como una corza en la colina te bastan de sobra para vivir.
Comentario
¿Cómo convertir una imagen en una palabra? Quizás sea la primera pregunta que se hace al momento de escribir sobre un cuadro o sobre una pieza artística. Para contestarla habría que decir que son tantos los elementos que se acumulan por lo que la imagen comunica como también por lo que se tiene que decir de ella. La organización, la claridad y la emoción son indispensables para crear una écfrasis efectiva que logre captar el cuadro y a su vez dar una visión personal de este. En el caso de El mundo de Cristina, el problema era darles una sucesión a los acontecimientos y lograr encerrar en el poema tanto la imagen de la protagonista como el misterio, el gran misterio del título del cuadro. El estilo hiperrealista de la imagen me obligaba de alguna manera a nombrar con sutileza cada detalle: el trigo, los brazos arqueados, la forma de la cabeza alzada, así como lograr ese encanto atmosférico en el que se encuentra la protagonista. Por otra parte, estaba la figura principal, que nos niega el rostro pero que su conjunto, su participación en el espacio, como una sirena varada en un campo, nos invita por su movimiento a ver lo que ella misma está viendo, a compartir su propia visión, a ver su propio mundo, tan limitado, pero tan infinito a la vez.
La niña del balón · Félix Vallotton
A esa edad y con ese cielo y en ese jardín donde los árboles susurran de rama en rama el secreto del verano y su fragancia, una niña ha venido lanzando hacia lo alto un balón sabiendo que tres pasos más adelante lo volverá a atrapar entre sus brazos, porque a esa edad el cielo y los árboles y el aire le pertenecen y todas esas cosas que la rodean, como una ráfaga de golondrinas, la consideran como una de las suyas.
Fugada de las horas, bajo su sombrero de paja la niña persigue la trayectoria del balón, pasando su mirada una y otra vez de los árboles al resplandor del sol y del sol a la suavidad de la arena y de la arena a las nubes del atardecer y del atardecer al reposo del sueño, hasta llegar nuevamente a esta mañana de verano donde continúa corriendo en la estación que no parece tener término.
El pintor que desde un tercer piso la observa no puede asegurar si la niña verdaderamente está jugando a perseguir un balón, o si lo que está viendo es un espejismo que ha logrado escaparse de alguno de sus sueños.
Comentario
El cuadro visto desde arriba y en diagonal planteaba para el pintor un problema de perspectiva bastante complejo, como si estuviera desde el balcón de un segundo piso mirando a una niña que juega con un balón. Ese mismo ángulo también me planteaba el problema de cómo abarcar esa situación con palabras, pues lo que se advierte es la intimidad de una escena sencilla, solitaria y enormemente feliz. Por eso lo asocié a los recuerdos de vacaciones de mi infancia donde el tiempo parecía que no tiene fin, pues los días se sucedían uno detrás del otro sin ninguna interrupción. De manera que uní esa levedad del verano de la niña con esas imágenes de las vacaciones donde el tiempo parecía estar eternamente suspendido. La sombra de los árboles, las figuras al fondo, con ese sol imperante, también obligaban a nombrarlo, a hacerlos patentes en el poema, con lo cual esa condición espacial fue necesaria para describir lo que se ve y añadir lo que la propia imagen me proponía: intimidad, continuidad, levedad, inocencia. Además, viéndolo muchas veces llegué a la conclusión de que quizás fuera el propio pintor quien estuviera soñando con su propia infancia. Por eso lo cerré con una variante de esa ambigüedad que le gustaba tanto a Borges del filósofo chino Chuang Tzu: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”.
Night Windows · Edward Hopper
A media noche,
una luz encendida en lo alto
de un edificio
es un imperio.
La orfandad de ese involuntario
faro
es una solitaria prueba de la vida.
Comentario
Hopper es un pintor que se presta para inventar historias. Y este cuadro no es la excepción, pues lo que se ve es a una mujer, en una noche de verano, preparando su ropa para el día siguiente, o una mujer que se agacha a responder una llamada telefónica, o una mujer que de repente se inclina para ponerse un arete porque pronto va a salir, o a una mujer que está hablando con un niño pequeño que está detrás del muro. Y así sucesivamente. Ante tal cantidad de suposiciones, me incliné por una que siempre me llamó la atención y consiste en trasladar al poema la intriga que supone ver una luz encendida en un edificio a altas horas de la noche. Un misterio que se presta, por supuesto, a seguir con el carrusel de las suposiciones infinitas. Por eso lo dejé así de breve, con pocas palabras, escueto, casi como si fuera el esqueleto de un poema, para que encerrara todo su enigma, para no tocarlo sino para apenas sugerirlo. Fue, sin quererlo, una de las primeras écfrasis que escribí y sin saberlo iría a formar parte de Colección privada, el libro que reúne más de cuarenta poemas sobre cuadros que van desde el renacimiento y que culmina con el pintor colombiano Juan Cárdenas.