El museo de esta historia abarca el mundo entero, sus piezas son secretos de ámbar, pequeños objetos que doce amigos distribuyen por el mundo, dispuestos solo para aquellos de ojos atentos y rápidos. Es un museo itinerante, dentro de una novela que también es un museo itinerante; se experimenta en su interior una fascinante aventura intelectual, se está en muchos lugares del mundo, en diferentes épocas y en doce vidas, con tal intensidad que por momentos es necesario alejar el libro y preguntarse por el extraño artefacto que se sostiene en las manos, capaz de contener un universo único que se revela en diferentes textos que dialogan durante toda la novela: el ensayo, la poesía, el diario, la carta, la fotografía.
La señorita Shaff, historiadora del arte y curadora, se ha propuesto combatir a la oscura Orden de los caballeros del ámbar que ha hecho del arte un feudo, burlándose de su arrogancia y su avaricia, alterando la geometría tradicional del museo para contraponer a la quietud, a la inmortalidad y a la romería turística el azar, el destino y la experiencia. Para ello emprende una misión en la que reúne a doce amigos que viven en diferentes ciudades del mundo y que tienen diversos talentos y oficios en el arte. Serán retratados juntos en el palacio de Versalles por quien sea, quizá, el más entrañable de los viajeros de esta historia, Ryukichi, muchacho, vagabundo y fotógrafo fugaz. La fotografía de los doce está en la tapa del libro, a la que volvemos durante toda la lectura para ir reconociendo el rostro de las vidas que se nos narran y para constatar el semblante —el aura— de los viajeros en esa tarde de la primera avanzada del museo itinerante.
Irán dejando al azar, en lugares inauditos, pero a la vista de todos entre París, Cartagena, Ciudad de México, Buenos Aires y otras ciudades piezas de una colección de objetos de ámbar que pertenecieron a una emperatriz rusa del siglo XIX, conformando así el museo, en el despliegue del rumbo incierto que toman los objetos cuando hacen parte de la vida y del mundo, aceptando el movimiento y el cambio como condición de existir (“como ese grano de arena repetido en el desierto, estamos en todas partes”) y conscientes de que cada objeto guarda una historia y hace parte del guion de la vida de alguien, o de muchos. Los objetos y en este caso las piezas de arte no pueden ser propiedad de nadie: “su único dueño es la suerte”.
A la historia la sostiene un entramado simbólico y ritual poderoso, una filosofía del arte, una ética de la intuición y una teoría del tiempo que, imaginamos, el autor tejió por años, con la paciencia y el cuidado de un narrador artesano, filósofo y lector voraz; un tanto erudito y cínico, y otro tanto sencillo y enternecedor. Minucioso en el retrato de los doce protagonistas y de sus devenires existenciales, los conocemos no solo en la singularidad de sus biografías extraordinarias, también en el sentido que le dan a su experiencia vital y a su relación con el arte. La misión que les propone la señorita Shaff y que realizan con exactitud será documentada por ella en cartas, escritos e imágenes en un gesto de memoria y de provocación para el lector. Nos recuerda la potencia de existir y la fugacidad de la vida, la persistencia en ella y en lo indeterminado de nuestra condición: “Los jugadores se miran desconcertados. La suerte se está burlando de ellos. Saben que el azar decide cada uno de sus movimientos. Que obedecen a un destino impredecible. Pero nunca imaginaron que la geometría del juego se fuera a desordenar contradiciendo las reglas con un jugador sorpresa”.