Este libro me llevó a sentir y a vivir África, ese inmenso retazo del mundo donde resultan más valiosas el agua y la sombra. Ébano muestra la gigantesca deuda de los países europeos con este continente saqueado “de sus gentes, arruinada y destruida”. Una rapiña que empezó antes de que se lo repartieran, con las redadas para cazar humanos y esclavizarlos.
Kapuscinski llegó por primera vez a África en 1958. Aterrizó en Ghana, recién liberada. El sueño de sus gentes no solo era ser libres, sino iguales y lo alimentaba un hombre reverenciado como un profeta: Nkrumah, uno de los líderes que pregonaba ¡África para los africanos! Empezaba la oleada de movimientos descolonizadores impulsados por muchos de los que fueron enrolados en las filas de los ejércitos franceses e ingleses en la Segunda Guerra Mundial. Allá, en los campos de batalla se les desdibujó esa creencia del blanco como ser superior que les habían inculcado. Regresaron a sembrar ideas de emancipación. Todo esto nos cuenta este periodista polaco.
Pero en un mismo Estado —como ocurrió en las colonias— quedaron unidas etnias rivales, enemigas. Llegaron, entonces —asegura este maestro del reportaje—, las “décadas más oscuras”. Se encadenaron guerras civiles, golpes de Estado, masacres y revueltas avivadas más de una vez por los antes amos y por las dos potencias de la guerra fría. El autor resume estos tiempos aciagos: “Pobreza y decepción en los de abajo. Voracidad y codicia en los de arriba”. Anidaron dictadores como Idi Amin en Uganda y Mengistu en Etiopía y surgieron ejércitos de niños: ocuparon el lugar de los adultos muertos en tanta guerra. Señala a los ingleses como artífices de la larga guerra en Sudán y a belgas y franceses —estos últimos ya aceptaron su culpa— como instigadores de la tragedia en Ruanda.
Kapuscinski pasó largos periodos, durante 40 años, en este convulsionado continente. Sus historias reflejan también un mundo espiritual rico y complejo, comunidades donde el individualismo es visto como señal de desgracias. Pinta con palabras paisajes y momentos deslumbrantes: “Al alba en la tierra aparecerán, al mismo tiempo, el sol y la sombra del árbol, el sol despertará a la gente, que no tardará en ocultarse buscando la protección de la sombra”. “Es como un gran jardín botánico donde se ha permitido que se establezcan los humanos”, dice al describir un lugar de Ghana. Y retrata las montañas de Ruanda: ”altas y al mismo tiempo suaves. Sus tonos esmeralda, violeta y verde aparecen enmarcadas por la luz del sol”. Y comparte su fascinación al conocer la llanura de Serengeti, la más grande concentración de animales salvajes: ”Precisamente aquí se contempla ese mundo recién nacido, un mundo sin el hombre, y por lo tanto sin pecado”.
Revela, además, secretos: ¿cómo mueren y dónde están los cementerios de elefantes? Y narra la insólita historia de Liberia. Es un libro plagado de vivencias; aparecen los peligros que acechan en todos lados: la malaria, las serpientes, las hambrunas, como las que conoció en Etiopía y en Somalia. Allí, en el desierto somalí, los niños empiezan a cuidar rebaños de camellos a los ocho años, “esas acacias solitarias, esas matas de hierba espinosa, esos baobabs gigantescos se convierten en señales que les dicen dónde están y por dónde deben caminar” para encontrar el agua.
Para no quedarnos con esta “historia única”, como aconseja Chimamanda Ngozi, hay que leerla a ella y a Chinua Achebe, nigerianos, a Gaël Faye, que con ojos de niño narra el genocidio en Ruanda y a tantos otros escritores de este continente que hemos mantenido, injustamente, lejano.