Rosa Poveda habla como un torrente de agua de montaña: imparable, ruidosa, resuelta. Su familia es campesina, boyacense ––de Moniquirá, para más señas––, y ella se reconoce campesina también, pese a haber vivido la mayor parte de su vida en Bogotá. “Soy más del campo que cualquiera de mis hermanos, pero a ellos no les gusta que yo les diga eso”.
Para concretar esta conversación nos encontramos tres veces. Las tres veces tuvo que correr o interrumpir nuestra charla para conectarse a un taller patrocinado por una universidad, a una clase en su granja o a un reto de siembra junto a un influencer en alguno de los programas públicos en los que trabaja, porque desde hace años distintas instancias gubernamentales la contratan a ella y a su granja ecológica como ejemplo de liderazgo comunitario y saberes populares.
A doña Rosa, sin embargo, no le gusta la idea de liderazgo ni la palabra líder. “Los líderes están en un pedestal. Lo que nosotros queremos hacer no puede estar en un pedestal. Me considero más una animadora de la comunidad: trabajo en procura de una mejor calidad de vida de las clases populares a través del rescate de la cultura alimenticia criolla”.
A los tres años ya sabía ordeñar. A los cuatro recolectaba semillas, iba al mercado a hacer la compra y vendía los canastos que tejía su madre. A los seis la robaron de su casa campesina para venderla como esclava. La señora que iba a comprarla dijo que no le serví a porque estaba muy pequeña, que se la entrenaran como ‘muchacha del servicio’ y que luego veía si finalmente la compraba. “Recuerdo todo lo que me hacían, cómo me golpeaban, sus amenazas: las señoras que me robaron me llevaban a una calle cerca de Paloquemao, era un basurero, me lo mostraban y me decían que ahí me iban a tirar, entre la mierda y los perros”.
A los ocho años la encontró Alicia García, una hija de los García Ulloa, la familia poderosa de Moniquirá para la que la mamá de Rosa a veces cocinaba. Alicia la había estado buscando porque la había conocido de chiquita, se llevaban muy bien y le había tomado muchas fotos. Al enterarse del robo de la niña, Alicia contactó al F2. Una vez rescatada, Rosa entró a uno de los colegios militares en los que Alicia trabajaba.
De niña, Rosa nunca tuvo un peso, pero tuvo educación. Sin embargo, los cartones que acreditan esa educación tampoco fueron para ella, porque siempre ocurrió alguna agresión que no toleró y ante la que hizo explotar el mundo como no pudo hacerlo a los seis años: a los diecinueve, por ejemplo, luego de validar el bachillerato, entró al Sena a estudiar marroquinería, pero cuando iba a graduarse, el coordinador del programa le cobró la tensión que llevaban años teniendo porque el tipo recibía a las alumnas dándoles una palmada en la cola, lo que Rosa nunca permitió que hiciera con ella.
“Le saco los ojos donde me llegue a tocar”, era siempre la advertencia de Rosa.
“¿A usted qué más le da una tocadita, si es la más fea?”.
“Como soy la más fea, déjeme quieta”.
“Chichón de piso”, la insultaba el coordinador con los cartones de aprobación de créditos en la mano.
“Mejor chichón de piso que grandulón abusador”.
“Cállese”.
Rosa no se calló. Ya lo había denunciado con los profesores. Un día que la tocó le dio un bofetón que lo dejó sangrando. No recibió su cartón de marroquinería.
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Así como nunca consiguió los cartones de todos los saberes que fue construyendo en su vida, así Rosa tampoco necesitó permiso para emprender, hace treinta años ––cuando promediaba sus veintes––, la decisión definitiva que aún hoy sigue orientando su vida: traer el campo a la ciudad; tener una finca en Bogotá.
“De varias casas en Bogotá me echaron porque yo las llenada rapidito de matas y vivía sembrando mis semillas. Una vez me tocó elegir entre el marido y el cultivo, y me quedé con el cultivo y con mis hijos. Siempre fui celosa de mi autonomía, nunca me dejé parar. La marroquinería me llevó a la zapatería, pero mi otro marido de entonces me decía ‘Qué vergüenza, usted toda marimacha, las mujeres son delicadas’. ‘Y por lo general se dejan pegar’, le contestaba yo, que tenía un lema en esos tiempos: el que me pegue no ha nacido, el día que nazca se tiene que morir”.
La historia de cómo Rosa consiguió y rescató el lote en la Perseverancia (estaba convertido en un basurero descomunal) en el que hoy vive y desarrolla su vocación agrícola la ha contado mil veces en diferentes documentales y entrevistas: pertenecía a un sujeto que lo había heredado de su esposa, muerta en un accidente; el sujeto no quería saber nada del lote porque le recordaba a su amada muerta; Rosa lo buscó y se lo pidió; el sujeto le dijo que lo agarrara; Rosa le dijo que no solo quería el lote sino los papeles del lote, porque iba a hacer algo importante allí; acabó persuadiéndolo. La primera jornada de limpieza la concretó en 2007 a través de una minga. Lo cuenta en un texto titulado “Rosita narra el proceso de la primera minga”, que se encuentra fácil en su blogspot: http://ecoescuelamutualitos.blogspot.com/ En ese primer mensaje se leía: “limpieza de lote para gran escuela agroecológica”.
“Mi rancho es un laboratorio de barrio. Aquí soy mentora, trabajo el primer sector de los acuerdos de paz: el agro. Desde niña mamá nos enseñó a cuidar la semilla criolla. Ya entendemos ––“se supone”, aclara y se ríe–– que tenemos que repensarnos y hacernos un ser más de la naturaleza, y no dueños de ella, pero no será posible mientras llevemos la alimentación a los escenarios de tecnificación obsesiva a los que la hemos llevado. Mi pasión y mi sentido es el mejoramiento ambiental y la soberanía alimentaria, porque Colombia es una dispensa gigantesca, con regiones y semillas variadas, pero las leyes y las instituciones que deberían velar por el campesinado no lo hacen. La ley 1032 de 2007 es una ley de patentes que atenta contra la semilla criolla, una semilla natural que se reproduce, un alfabeto de vida en el que no tiene sentido que dejemos de vivir”.
La visito una tarde entre semana en su granja laboratorio. Quiero seguir entendiendo sus prácticas y saberes alrededor de la semilla criolla. Me reciben ella y su asistente en una cocina enorme. Empieza contándome de una vez que estaba allí, junto a periodistas italianos con cámaras costosas, y entraron a robarlos. La historia es delirante. Antes de poder terminarla tocan a la puerta. Son compradores de plántulas. Los atiende. La acompaño. Empiezo a conocer el espacio de la granja. Es alucinante, intrincado, difícil de creer. Una vez los despacha nos quedamos volteando por el lote mientras su asistente la conecta al reto de siembra que aceptó hacer junto a un adolescente influencer al que considera una farsa. Está fastidiada. Le hacen una pregunta cualquiera antes de empezar la siembra y aprovecha y se despacha:
“Estamos en el centro de Bogotá ejerciendo la agricultura en la cuarta revolución industrial, desaprender para aprender nuevas formas de cultivo y así construir autonomía alimentaria… Nos están trayendo papa de otros países, sale más barato traer una papa de Bélgica que comprar una de Boyacá… ¿Saben por qué la papa que viene de Bélgica es más barata que la que viene de Boyacá…?
Rosa habla seria, pero también con cierta energía de profeta. No creo que la gente que la escucha en la transmisión sepa que está fastidiada. Sin embargo, se queda callada esperando una respuesta, nadie responde.
”Les voy a contar porque suceden estas cosas: resulta que en Bélgica los campesinos son financiados, les pagan por cultivar, pero también les dan la semilla, el abono, el veneno y todo el paquete tecnológico… En este momento 80% de los alimentos que consumimos en Colombia son importados, así perdemos soberanía alimentaria, porque la gente no se preocupa por sus alimentos más allá de conseguirlos en la tienda…”
” Desde los años cincuenta nos venden un paquete tecnológico, semillas no propias de esta tierra que necesitan de todo ese paquete tecnológico… Con la firma del TLC todo es más grave, porque estas nuevas semillas matan a las nuestras, las anteriores por lo menos no mataban nuestras semillas, estas sí, matan, acaban con las especies propias del país porque no salen de un cultivo sino de un laboratorio…
“Los invito a entrar a Internet, busquen “ratones con tumores”, vean la investigación que hizo un francés juicioso: alimentó ratas de laboratorio con maíz y soya transgénica… Vean los resultados, si eso sucede con ratones, imagínese lo que hoy sucede con nosotros…
Sigue así, despachada, unos minutos más, hasta que amablemente le indican que solo hay una hora para el reto de siembra y ya van treinta minutos. Rosa asiente, apaga el micrófono y se dirige a la terraza donde su asistente tiene preparada una mesa, seis plantas distintas y una computadora a través de la cual transmitirán “la siembra”.
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La granja escuela agroecológica de Rosa Poveda son alrededor de 1.800 metros cuadrados donde ha construido ya tres casas de madera y materiales reciclados que llama “viviendas de interés social”. La última de ellas va por el tercer piso. Allí arriba, en una terraza descubierta, subimos para la transmisión del reto de siembra que la tiene fastidiada.
El espacio se recorre a través de un camino de tablas de madera a cuyos costados encuentras jardines de suculentas, viveros cubiertos donde germinan y crecen cientos de plántulas de distinto tipo, un gallinero con una docena de gallinas y patos, secciones destinadas al procesamiento de abonos y al cultivo de lombrices, huertas al aire libre, plantaciones, bosques estrechos de árboles altos donde divisas panales de abeja porque, no podía ser de otra manera, Rosa también practica la apicultura para controlar la polinización de sus flores. Veo una extraña acomodación tupida de plantas, hecha de tablas de madera y botellas de plástico llenas de tierra negra. Le pregunto qué es. “Una cerca viva de 150 plantas que ya tengo que entregar porque se me está saliendo de las manos” me dice. La granja cuenta también con un nacimiento de agua natural de un metro y sesenta centímetros de profundidad. De allí saca el agua para sus necesidades básicas y el abastecimiento del lugar. El baño es seco, sin agua. Entre los residuos orgánicos que Rosa trabaja para el abono y la siembra, está la humanaza, que resulta de los residuos fecales de ella y de su familia y tarda un año para sacarse. Paso saliva.
Quizás su mayor orgullo sean sus cuarenta tipos de frijoles. “Ahí los ve, vivos, nutritivos, salidos de semillas criollas, renovándose en un ciclo de vida en el que yo no paro de pensar”. Me muestra también un estanque mediano donde planea cultivar peces. Primero, sin embargo, allí está creciendo “plantas lenteja”. Lo hace a partir del popó de los pollos porque quiere probar si el agua filtra. “Llevo dos meses con esto, ¡y si filtra!”, me dice emocionada.
“Los talleres de compostaje y abonos naturales son los más solicitados. La gente como que sí anda deseosa de intentarlo en los patios de sus casas. La lombricultura es más complicada. La crianza y manejo de lombrices en cautiverio requiere de mucha atención. A la gente le gusta el taller acá para aprender, pero menos la idea de intentarlo en las tierras de sus casas. La práctica que más me gusta enseñar es la de la huerta vertical, en una puntilla, cerca de una ventana: de la puntilla cuelgas una pita, de la pita amarras tres o cuatro culos de botellas plásticas vacías, en las botellas echas tierra, una semilla y agua y ves crecer la oportunidad de un jardín”.
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En 2013, el artista y arquitecto Nicolás París presentó la exposición Petricolor, que se propuso como “un aula para observar la operación de la naturaleza”. La exposición tuvo una programación pedagógica, y las cabezas de esa programación fueron la Granja Escuela Agroecológica Mutualitos y Mutualitas de Rosa Poveda y Rosa misma, que aportó el saber vivo de la identificación de plantas que crecieron espontáneamente en los artefactos preparados para la exposición y sustanció aquel discurso del arte y la cultura como escenarios de aprendizaje y construcción de una nueva relación con la naturaleza porque se trata, en buena medida, de aquello que ella encarna: la vanguardia terrosa de la semilla criolla como alfabeto vital de una cultura campesina que, desde las ciudades, nos empeñamos en desdeñar.
Toda semilla es también la encarnación de una espera: una semilla sabe esperar la combinación única de temperatura, humedad y luz porque esa combinación significa su primera y única oportunidad de crecer y desplegar el relato de su alfabeto genético. Cuando vamos al bosque levantamos la cabeza y nos asombramos con la altura de los árboles, pero apenas reparamos en el hecho de que, por cada uno de esos árboles erguidos y espesos, cientos de semillas en la tierra jamás tendrá la oportunidad de salir a la luz. “Mutualitos” y “mutualitas” son palabras inventadas por Rosa Poveda para nombrar el cuidado ecológico mutuo que aspira a que, niños y niñas, se brinden: mundos de temperatura, humedad y luz donde vuelva a ser posible la lectura orgánica de la naturaleza.