Autor: Wade Davis | 480 págs. | Planeta | 2021
El prefacio de Magdalena. Historias de Colombia, parece un cuento de amor y no una investigación. Cuesta entender cómo es que un adolescente canadiense de catorce años llamado Wade Davis se enamora perdidamente de nuestro país ––desde entonces–– y mantiene viva esa llama hasta hoy, cuando él ya cumplió sesenta y ocho años. Dice Frédéric Beigbeder que “el amor dura tres años”, pero esa premisa no parece funcionar en este extraordinario matrimonio entre un hombre y un país llamado Colombia.
El libro de Wade Davis es necesario, está bellamente escrito, es poético y crudo, amoroso y real, y sólo es posible lograr esas cualidades porque hay una conexión humana inquebrantable con esa cremallera de agua llamada río Magdalena y porque está bien sustentado con datos desde la llegada de Rodrigo de Bastidas a las costas de América del Sur en 1501 hasta nuestros días.
El antropólogo recorrió el río desde el nacimiento hasta la desembocadura y en ese camino se acercó, nos acercó, a la economía de Colombia, la riqueza de la tierra, las cualidades de nuestros ecosistemas, el surgimiento de las autodefensas y las guerrillas, el conflicto armado que él muy bien relaciona con la maldición del narcotráfico, la corrupción, la pobreza y la resiliencia de los pueblos.
Escribir así, por ejemplo, sobre los frailejones, es poesía: “Coronados por flores de un amarillo intenso que brotan de una roseta de hojas plateadas, largas y velludas, los frailejones parecen plantas sacadas de los cuentos de hadas… de lejos podrían confundirse con la silueta de un hombre, un fraile vagabundo que errara de manera incesante por entre los remolinos de nubes y niebla”.
Escribir así, por ejemplo, sobre el problema de las drogas ilícitas, es realista: “Hoy día, los esfuerzos por erradicar la coca y obstaculizar la comercialización de sus hojas, son impulsados por la presión del mismo país cuyo consumo de cocaína ha hecho posible el negocio ilícito que ha sido la principal fuente de las desgracias colombianas en los últimos cincuenta años”.
Escribir así, por ejemplo, sobre la relación de los humanos con el planeta, es hermoso: “Los arahuacos no distinguen entre el agua que está en nuestro cuerpo y el agua que existe fuera de él. ‘La sangre que fluye en nuestras venas’, me dijo alguna vez una joven mujer, ‘no es distinta del agua que fluye a través de las arterias de la vida, los ríos de la Tierra’”.
Vale la pena navegar junto con Wade Davis y los protagonistas de este relato de amor sobre el Magdalena que, como el amor mismo, tiene esquinas de pasión y otras de oscuridad. Y más vale hacernos una pregunta que surge gracias al final del epílogo: ¿seguiremos dándole la espalda al río que nos dio la vida?
Al terminar el libro, sigue siendo incomprensible el enamoramiento del investigador canadiense con el país. Tal vez Davis tiene en su ser algo que nos falta a los colombianos: las certezas del pasado para creer en el futuro.