Hay una idea que planea cada vez con más fuerza en los espacios de formación: la alfabetización tradicional ––aprender a leer y a escribir––, la alfabetización republicana (digamos), es insuficiente. Por eso se habla de la necesidad de empezar a formar a niñas y niños en lenguaje de programación ––los países desarrollados ya lo hacen––, de tal modo que puedan hacer parte de la disputa en construcción que es y seguirá siendo la Internet. Se habla también de la urgencia de formar en lectura de medios de comunicación y de redes sociales, porque el entramado comunicativo se ha hecho a tal grado complejo que no basta con informarse, como hace dos siglos (digamos), ahora es necesario comprender los lugares de intereses y de enunciación de los dueños de los medios masivos, los dueños de las aplicaciones de redes sociales, los periodistas de portales autogestionados, los influencers, los troles y otra pléyade de sujetos sociales que configuran la trama diversificada (algo más diversificada que hace dos siglos, digamos) y heterogénea que es hoy la esfera pública global.
En este orden de ideas, quizás sea posible pensar también un nuevo escenario de lectura y sensibilización crucial para nuestro futuro: la naturaleza. (Quién lo iba a decir.)
Ahora bien, ¿qué puede significar para nosotros, hoy en día, la lectura de la naturaleza? ¿La leemos a ella, leemos desde ella, nos leemos en ella? ¿Tiene sentido, acaso, preguntarnos qué lee la naturaleza en nosotros una vez empezamos nuestra descomposición?
En respuesta a la invitación de Fundalectura e Idartes para editar un número de la revista Tinta Impresa, me puse en la tarea de construir un grupo de lecturas y reseñas, e invitar a escribir y a hablar a un grupo de autoras, con la esperanza de que la juntanza de ambas operaciones haga brotar cierta chispa de comprensión: tal vez intentar leer la naturaleza sea una forma de huir del paradigma de su dominación; quizás intentar leernos desde la naturaleza sea el primer lance de un giro espiritual que nos urge como especie si queremos contestar con inteligencia a la emergencia climática que empieza a devorarnos; a lo mejor, es mi esperanza, volcar los saberes del arte sobre la naturaleza sea una oportunidad de volver sobre lo comunitario y en esa trocha abandonar el deseo desquiciado de conquistar Marte e intentar sanar acá en la Tierra.
He buscado cómo esbozar aquí, en pocas palabras, en conjunto, sin desmembrar, cada uno de los elementos que componen esta juntanza, y he encontrado que la mejor manera es acercándole a todo, a cada verso, los versos del poema “Animal de invierno”, que son del poeta peruano José Watanabe, publicados originalmente en el libro Cosas del cuerpo de 1999.
Animal de invierno
Otra vez es tiempo de ir a la montaña
a buscar una cueva para hibernar.
Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas
son como huevos vacíos donde recojo mi carne
y olvido.
Nuevamente veré en las faldas del macizo
vetas minerales como nervios petrificados, tal vez
en tiempos remotos fueron recorridos
por escalofríos de criatura viva.
Hoy, después de millones de años, la montaña
está fuera del tiempo, y no sabe
cómo es nuestra vida
ni cómo acaba.
Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro
en su perfecta indiferencia
y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.
He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.
En este mundo pétreo
nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña.
Me interesa la primera imagen de la hibernación y de la montaña porque están en el núcleo del ensayo “La tonada del viento en los oídos”, escrito por Catalina Navas, lo que en principio parece contradictorio porque el ensayo de Catalina gira en torno al movimiento ––caminar, correr, oír la montaña––, pero no el movimiento que conduce a lugares o solventa urgencias, sino un movimiento contrario, el movimiento hacia la detención (una disposición), hacia la contemplación inoficiosa, y en ese sentido la hibernación de los animales, la pausa en la existencia de quienes han tenido la inteligencia de preservar, innata, la instrucción genética que les dice es hora de vivir la detención.
La segunda estrofa es un recorrido: imágenes de piedra viva para que entendamos de qué modo es cierto que la montaña está fuera del tiempo. También es un recorrido lo que terminó escribiendo Doris Suárez en “Andares”. Con Doris, firmante de paz, ya habíamos trabajadoo. Es una de las contadoras de Naturaleza común: relatos de no ficción de excombatientes para la reconciliación (2021). A raíz de esa colaboración, seguimos conversando, y siempre quise que me contara, nos contara, con detalle, cómo fueron esos primeros meses en la guerrilla, cuando pensó darse cuenta que no estaba curtida para trochear por la montaña, porque el trajín era muy bravo y las fuerzas no le alcanzaban.
El giro crucial del poema es la tercera estrofa: entregarse a la idea de ser de otra sustancia. No sé por qué imagino que el fuego es de otra sustancia. Es como si la metáfora antigua de los cuatro elementos se me mantuviera viva en el fuego. Imágenes de incendios forestales en el primer mundo fue lo que acordamos que leería la poeta Tania Ganitsky, esto a raíz de que en casa leímos El fuego que quería recordar (2021), un ensayo-poema corto, publicado como el Cuaderno #4 del Laboratorio de creación de una de las decenas de maravillosas becas de escritura de Idartes. Acertamos, porque esa lectura de Tania nos deja esta pregunta (y con ella basta): ¿Qué se quema cuando arde el corazón de un árbol?
Si el cuerpo es la parte blanda de la montaña, las faldas de la montaña son la parte fértil de la montaña. Llegué a entrevistar a Rosa Poveda, y a conocer sobre su evangelio de la soberanía alimentaria y la semilla criolla, a través de Doris Suárez. Doris me habló de Rosa porque entre mujeres verracas fácil se reconocen. Quizás también porque le conté que estaba pensando en los distintos ángulos en lo que es posible practicar la lectura de la naturaleza como nueva alfabetización vital para las generaciones por venir. Rosa encarna el ecofeminismo popular. En Rosa viven saberes pasados por el cuerpo. Rosa es casi el verso que se convierte en montaña.
El conjunto de libros reseñados son, en buena medida (excepto las novedades recomendadas por los libreros), la bibliografía de partida del proyecto de investigación y apropiación social del conocimiento que existe detrás de Naturaleza común, donde nos encontramos con excombatientes para preguntarles por su experiencia en la naturaleza durante los años del conflicto armado y para intentar entender, despacio, a través del relato, cómo ocurrió que el medio ambiente fue víctima, pero también beneficiario paradójico, de ese conflicto que nuestra sociedad sigue sin conseguir desentrañar. Este número lo cierra el texto de Iván Murcia, promotor de lectura de Libro al Viento, quien nos cuenta de qué manera, durante la pandemia, a partir de una experiencia social en el barrio San Cristóbal, armó un club de lectura llamado “Agrolecturas y Biochismes” para encontrar los saberes y prácticas huerteras con la lectura.
Disfruten las hojas, el alfabeto de la vida, antes de que estas también empiecen a caer.