Nan Shepherd, la escritora naturalista que retrató las montañas escocesas y al hacerlo nos mostró a sus lectores que no sabíamos mirar con detalle ningún paisaje o formación rocosa, describe en La montaña viva (Errata Naturae, 2019) la experiencia de caminar dentro de una nube. Shepherd asciende ––no para conquistar ninguna victoria, sino para ver mejor–– y en su recorrido atraviesa el espacio húmedo de la nube. “Es como atravesar un lago” dice, y de inmediato cae en la cuenta de que una nube no es un lago, no es el rocío de la mañana, no es una llovizna suave. Una nube es una nube. Para quienes no hemos atravesado jamás una nube, la caminante escritora debe encontrar las palabras para acercarnos a la experiencia y al tiempo convocarnos al deseo que nos provoca no haberla experimentado nunca, ponernos en el lenguaje y revelarnos nuestra imposibilidad de habitarlo plenamente. En esa distancia, entre la réplica de la experiencia a través de las palabras, y la imposibilidad de esa réplica, vive la poesía.
Si este principio actúa para cualquier representación a través de la palabra, al hablar de la naturaleza se hace aún más evidente, porque contar lo natural es revelar la inutilidad del lenguaje para hablar del espíritu de las cosas que no han sido hechas por los humanos. Es también, sobre todo, confrontar al lector con su ojo no entrenado para ver la naturaleza, ampliar la mirada del que no ha estado en presencia de las cosas naturales ya sea por falta de oportunidad o desatención.
Estar en la naturaleza, de cuerpo físico o en la representación que otros han hecho de ella, exige atención completa. Henry David Thoreau escribe en Caminar (Libro al viento, 2021) sobre lo alarmante que es caminar una milla dentro de la naturaleza y darse cuenta de que sus pensamientos no están con su cuerpo, sino en una ocupación mundana por fuera de los parajes por donde camina. “¿Qué pretendo con ir al bosque si estoy pensando en algo que no está ahí?” Caminar verdaderamente para Thoreau es caminar con el cuerpo, el pensamiento y el espíritu. Esta necesidad de atención plena acerca la caminata a una empresa espiritual, a un rito del movimiento corporal. En este sentido, Thoreau elabora sobre la etimología de saunter, palabra que en inglés significa caminar serenamente. Saunterer, el buen caminante moderno, desciende de los caminantes ociosos que durante la Edad Media pedían limosnas con la excusa de ir a la Sainte Terre. El caminante debe tener cuerpo activo, ojo atento y espíritu presente cuando está en la naturaleza, solo así puede realmente estar en ella. En este sentido, la escritora de la naturaleza pareciera ser una amable maestra espiritual que nos señala con delicadeza nuestra desatención y nos lleva de vuelta a la presencia plena. El oficio del naturalista es señalar dónde no vemos o pasamos de largo.
El caminante debe tener cuerpo activo, ojo atento y espíritu presente cuando está en la naturaleza, solo así puede realmente estar en ella.
En Historial natural (Monteávila editores, 1994), el libro en el que José Watanabe habla del cuerpo animal y del cuerpo humano, se nos da la primera ardilla que habremos de ver, incluso si ya estamos familiarizados con estos animales y los hemos mirado hasta no verlos más.
La ardilla
Una ardilla cumplida, diaria, viene a mi balcón.
Recoge nerviosamente el pan que le dejo y huye al bosque.
Su huida es como guiada
por otra ardilla que sale de sí misma y la antecede
un segundo
siempre,
y aún detrás de ella va dejando otra, un ágil trazo que se desvanece milagrosamente en el aire ordinario.
Así la ardilla va como un curioso juego óptico de veloces figuras
que nunca encajan.
Es como la vibración de alguien que corre detrás de una verja.
Después de capturar el espíritu vibrátil de la ardilla, Watanabe se interrumpe y nos dice que no ha podido comunicar su intención, que no ha podido expresar en el poema la resurrección y la inmortalidad de todo animal que muere temporalmente en la hibernación y vuelve a la vida alterando el tiempo lineal y los ciclos vitales. Hay dos movimientos en el poema: la imposibilidad y la expansión que se le dan al lector al recibir la vida espasmódica y ágil de una ardilla que corre sobre el alfeizar. El poema abraza su incapacidad y al hacerlo logra su cometido: ofrece una ardilla única e inmortal que ha expandido la percepción de quien lee. La ardilla resucita, no solo porque tenga como costumbre hibernar, sino porque muchos años después de haber desaparecido del mundo, se hace cuerpo y carne en el relato.
Algo valioso y bello hay en la aceptación de la inutilidad de nuestras empresas físicas o poéticas, algo que excede su naturaleza sin propósito y la niega al hacerla explícita. En 1974, Werner Herzog emprendió una caminata de Munich a Paris para conseguir, con su tránsito lento y a pie, que su maestra Lotte Eisner no muriera. Herzog sabía que la caminata no tenía nada que ver con el cuerpo enfermo de la cineasta, que era una suerte de plegaria en movimiento, un peregrinaje inútil que no conseguirá ningún efecto en el mundo real y, sin embargo, su acometida y registro en el diario son una ofrenda tangible a la salud de la maestra amada.
El peregrinaje sin propósito de Herzog se parece al peregrinaje de los fieles que se dirigen a una tierra lejana con el propósito único de adquirir un bien intangible e inverificable. Este espíritu de exaltación y de júbilo que solo dan las empresas inútiles en la naturaleza es bien conocido por los corredores de montaña, gente sin juicio que recorre cientos de kilómetros sin otro resultado que arruinarse las rodillas y disfrutar del júbilo de lanzarse cuesta abajo a toda velocidad o sentir el corazón palpitar de esfuerzo conforme se acercan a la cima. En esta especie hay un tipo de corredora que me interesa particularmente: no es la que persigue el podio, sino la que busca su propio júbilo en movimiento. La velocidad en esta corredora no proviene del deseo de la cima o del anhelo del fin de la jornada, sino de la alegría que produce el sol, la llovizna y el silbido del viento en los oídos ––la mejor tonada del viento es la que se oye cuando el cuerpo va a toda velocidad––. Son los estímulos de la naturaleza los que dan energía y cadencia a las piernas, no la anticipación mental de la meta. Esta es la mejor forma de estar en la naturaleza, ya lo había señalado Thoreau, porque es la única vía en la que los sentidos están en perfecta consonancia con su entorno. El propósito de estar en la naturaleza es justamente no tener propósito: es la única forma en la que se alcanza la atención plena que requieren las cosas naturales.
Son los estímulos de la naturaleza los que dan energía y cadencia a las piernas, no la anticipación mental de la meta.
Nan Sheperd distingue también entre dos tipos de montañistas, los que buscan extraer sensaciones de la montaña: la vista impactante, la cumbre honrosa, el avistamiento de animales esquivos; y quienes escuchan y atienden. Dice Sheperd: “A menudo la montaña se entrega por completo cuando no tengo destino alguno, cuando no llego a ningún sitio en concreto, sino que he salido simplemente para estar con ella, igual que se visita un amigo sin más intención que la de estar con él”.
Los paseos sin propósito en la naturaleza, los que obligan a centrar la atención plenamente en lo que ella nos presenta, son una forma de la poesía porque expanden la percepción y abren la mirada a lo que está oculto para quienes persiguen otros fines por fuera de las cosas naturales. Al caminar sin propósito en los bosques o montañas se renuncia a todo deseo individual, no importan las ideas que el caminante ha hecho de sí mismo, de sus capacidades o de los parajes que necesita ver, sólo permanece la naturaleza y las posibilidades que entrega. Esta forma de lo poético no se encuentra en los caracteres de la página y está solo disponible para quienes la practican. Es la tonada del viento que suena para los caminantes sin propósito.